Empecé el antiguo bachillerato en 1976, un año después de la muerte de Franco, y lo acabé en 1980, en el instituto público de La Seu d'Urgell. La lengua catalana todavía no formaba parte de la enseñanza reglada. Tampoco la literatura catalana. La promoción que venía detrás sería la primera que podría estudiar la lengua de su país y su literatura en la escuela pública. Aun así, por iniciativa de un grupo de estudiantes y de una profesora que se prestó a enseñarnos fuera de clases, aprendimos los primeros rudimentos normativos de la lengua. Y el propio centro, más adelante, promovió un curso de literatura catalana que nos permitió conocer las grandes tendencias de la evolución histórica desde las Homilíes de Organyà hasta el siglo XX, así como leer algunos libros que, entonces, eran los primeros de literatura catalana que caían a nuestras manos: Tirant lo Blanch de Joanot Martorell, Solitud de Víctor Català, La plaça del diamant de Mercè Rodoreda y Testament a Praga de Teresa Pàmies, si no me falla la memoria, así como antologías más o menos improvisadas de poesía catalana. Pronto esta anomalía sería enmendada, y tanto la lengua catalana como la literatura tendrían presencia reconocida y normalizada en los sistema de enseñanza, desde la primaria (se llamaba EGB) hasta el bachillerato (entonces BUP). Mi generación ya estaba, sin embargo, en la universidad, donde prácticamente, durante los cinco siguientes años, hasta 1985, el catalán sería prácticamente inexistente, salvo en los estudios de Filología catalana.

Casi cuarenta años después, uno podría pensar que esta situación ya ha sido corregida y que tanto la enseñanza de la lengua catalana como el de la literatura catalana han alcanzado, en nuestro sistema, un estatus normalizado. 

Aun así, recientes estudios de sociolingüística han mostrado (como hizo el manifiesto impulsado por el Grup Koiné, con la consecuente polémica que lo siguió, arbitraria y debe decirse que más política que científica) que “la lengua catalana no está, sin embargo, en la situación normal de una lengua territorial en el propio territorio” y que “el régimen constitucional de 1978 ha afianzado la continuidad de la imposición político-jurídica del castellano en Catalunya”. El mencionado manifiesto señalaba, también, que los esfuerzos normalizadores de la Generalitat no han servido “para revertir la norma social de uso subordinado del catalán al castellano que condiciona el uso lingüístico cotidiano de la inmensa mayoría de los hablantes y que lleva a una indefectible sustitución de la lengua del país por la lengua impuesta por el Estado”. Las constataciones positivistas del manifiesto, avaladas por verificaciones más que evidentes, fueron suficientemente comentadas y discutidas cuando el manifiesto se presentó, así como otros aspectos consignados en el texto por lo que se refiere a las medidas correctivas de futuro que el grupo firmante proponía. No es mi intención, aquí, volver ahora a estas cuestiones.

Me interesa, sin embargo, prestar atención a la situación de la literatura catalana, en grave peligro de retroceso y minorización cuando su situación todavía no puede considerarse plenamente normalizada en la enseñanza oficial normativa, como ha denunciado, recientemente, el colectivo Pere Quart en un contundente manifiesto titulado, significativamente, “SOS. Literatura a l’ensenyament”, que ya han suscrito más de dos mil quinientas personas, entre ellas buena parte de los escritores en catalán del país. El manifiesto señala que “la literatura ha sido alejada, en los últimos años, despreciada e infravalorada” y que, “en el campo de la enseñanza, observamos alarmados una tendencia a la residualización de la literatura”. El aviso de alarma ha sido provocado por la reducción de las horas de lengua y literatura en el bachillerato, que obstaculiza, a criterio de los firmantes, la posibilidad de dedicar las horas previstas a la literatura “con el objetivo inconfesable de priorizar el trabajo lingüístico para superar la prueba de selectividad”. 

Harían bien las autoridades en atender la alerta antes de que la literatura catalana acabe por desaparecer de la vida educativa

Harían bien las autoridades educativas en atender esta alerta antes de que la literatura catalana acabe por desaparecer, en la práctica, de la vida cotidiana educativa de los centros. La situación, según el diagnóstico del colectivo Pere Quart, tal como fácilmente puede corroborar cualquiera que conozca la realidad de la enseñanza secundaria y de bachillerato, a pesar de no ser nueva, es más que preocupante. No parece, sin embargo, a estas alturas, que su preocupación haya merecido, no ya una reorientación de la reducción horaria, sino la simple atención de la consellera d’Ensenyament de la Generalitat, máxima autoridad educativa del país.

Hay varios factores que contribuyen a este descrédito de la literatura catalana en la enseñanza, y algunos, debe recordarse, vienen de lejos. En primer lugar, el uso instrumental generalizado de la literatura como herramienta de conocimiento y perfeccionamiento de los hábitos lingüísticos: según este criterio, se ha priorizado a menudo la lectura y el conocimiento de la lengua por encima del conocimiento de la literatura, con sus metodologías propias y la inserción de las lecturas en una tradición literaria de las más eminentes de la cultura europea. En segundo lugar, por una frívola indistinción de “libros” y “literatura” (¿hay que recordar que no todos los libros son literatura?), se ha priorizado a menudo el fomento de la lectura como objetivo, con los criterios que pueden serle asociados, como la facilidad, la intriga, el argumento y la capacidad de seducir, aunque sea al precio de la banalización de la lectura, antes que la exigencia que toda obra literaria siempre comporta. En tercer lugar, como sabe cualquiera que conozca la realidad educativa del país, las dificultades de todo tipo que tiene el profesorado que debería ocuparse a la hora de abordar, desde una perspectiva de Historia de la literatura, las obras de referencia de la literatura catalana, aspecto que acaba provocando, por decirlo lisa y llanamente, que muy pocos de los profesores de lengua y literatura catalanas se consideren capacitados para hacer cursos de literatura y para orientar las lecturas que tendrían que ser de conocimiento obligatorio. En cuarto lugar, la potencia normativizadora y propositiva, con respecto a la determinación de los contenidos de los programas, de los grandes grupos editoriales, más interesados en colocar sus productos y sus novedades editoriales antes que el estudio de los grandes clásicos de la literatura catalana. Y finalmente y eso ya no afecta sólo a la literatura catalana, la tendencia, que ahora parece ya definitivamente hegemónica, de priorizar las “competencias” antes que los “contenidos”, dogma educativo de la actual enseñanza en nuestro país que ha contribuido al descrédito de las nociones de tradición (literaria) y de transmisión (de conocimientos). 

Al filósofo Slavoj Zizek le gusta explicar a menudo una especie de historieta o chiste. Un paciente se queja a su psicoanalista de que hay un enorme cocodrilo bajo su cama. El psicoanalista le explica que este delirio es fruto de su alucinación paranoica, que no hay ningún cocodrilo, y, con el tiempo, lo acaba convenciendo y, según él, curando, de manera que el paciente deja de ver el cocodrilo. Meses después, el psicoanalista se encuentra a un amigo de su paciente y pregunta por él. El amigo le contesta: “¿Quién? ¿A quién se refiere? ¿A que murió porque se lo comió el cocodrilo que vivía bajo su cama?”. 

Corremos el peligro de habernos acostumbrado a los gritos de atención y a las voces de alerta de los que, desde hace tiempo, denuncian la situación de peligro de la lengua catalana y, ahora, de la literatura catalana en la enseñanza. ¡Mira que, cuando preguntemos por el estado de la lengua y la literatura del país, el cocodrilo no se las haya comido a las dos!