La sarta de casos de corrupción cotidiana va acompañada de la detención y subsiguientes cargos o directamente a la imputación. Se plantea cada vez la demanda de dimisión. La respuesta de los partidos o sindicatos a los que pertenecen los imputados es desigual y no sigue un patrón. En efecto, las respuestas son muy variadas: desde la expulsión casi automática del partido, como el caso del actual diputado, ex-PP, ahora no adscrito, Gómez de la Serna, o los anteriores jefes de UGT de Andalucía, hasta la dimisión en el momento de abrirse el juicio oral, como es el caso de Oriol Pujol, prácticamente de todo en CDC. También tenemos un entremedio: la dimisión a los pocos días de la detención / imputación, como es el caso del exalcalde de Granada y su concejala de Urbanismo, José Torres e Isabel Nieto. No faltan, en el otro extremo, los que continúan, y parece que reforzados, como Rita Barberá, senadora territorial y miembro de la diputación permanente del Senado o el presidente de la Diputación de Tarragona, Josep Poblet, imputado en el caso Innova, lo que no ha sido obstáculo para presentarse de nuevo a las elecciones municipales, en 2015, y ser elegido para el cargo por mayoría absoluta gracias al pacto CDC-PSC. La lista, de hasta casi doscientos electos y de prácticamente todos los partidos de gobierno, dibuja un amplio abanico de variantes.

Todos los imputados que continúan ofrecen, ellos y sus partidos, las mismas excusas para no dimitir cuando la imputación ya es firme. Invocan a la presunción de inocencia y al daño que la dimisión les puede comportar, al perder el cargo y, siendo electos, no poder recuperarlo cuando -seguros están- sean absueltos. Se suele añadir un tercer argumento: la justicia es lenta y, por lo tanto, los procesos se eternizan, con lo cual el daño se vuelve mayor todavía.

Empezamos por el tercer argumento, que es el menos sólido de los tres, dentro de su debilidad común. ¿Por qué la Justicia es lenta? La pregunta es incorrecta. Hay que preguntarse: ¿todavía funciona la Justicia? O más retóricamente: ¿cómo es posible que funcione la Justicia? Con un número de jueces –y, en consecuencia, de todo el personal de diversas funciones y categorías dedicado a la Justicia– inferior a la media europea, pedir un funcionamiento veloz es pedir el oro y el moro. Con la excusa de la crisis tenemos menos jueces que a finales de 2011 y la carga de trabajo de los que todavía están es mayor. Así pues, la solución a este problema es fácil: para tener la Justicia que los políticos encausados quieren, es decir, rápida, que pongan muchos más jueces. Dado que los dirigentes políticos actuales son los causantes de la existencia de un Poder judicial raquítico, son ellos los que se tienen que poner manos a la obra y apaciguar esta falta estructural, tal como se hizo en los años ochenta.

¿Por qué la Justicia es lenta? La pregunta es incorrecta. Hay que preguntarse: ¿Todavía funciona la Justicia? O más retóricamente: ¿Cómo es posible que funcione la Justicia?

Los daños que aducen pueden ser ciertos o no y en todo caso son indefinidos. Si se refieren a estar sometidos a proceso con toda la carga social que ello comporta, ello es consecuencia de que en los sistemas democráticos los procesos son públicos y no puede existir una justicia secreta. Tampoco es viable una Justicia estamental, es decir, una para los políticos y altos cargos y otra para el común de la gente. Ya el aforamiento constituye una anomalía en el derecho comparado. Exigir más privilegios supera con mucho el dentellón de lo aceptable. La ejemplaridad que se pide a los líderes políticos se transforma en expectación ante la sospecha, lo bastante confirmada, de ilegalidades, ciertamente de una minoría, pero nada irrelevante.

Finalmente, llegamos al argumento central: la vulneración de la presunción de inocencia. Quien eso blande está diciendo: hasta que no se pronuncie una sentencia firme, es decir, una vez agotadas todas las vías y todos los recursos, la inocencia de cualquier ciudadano –y el político es ciudadano– se presume. No es cierto.

La dimisión voluntaria se impone y tiene que ser aceptada después de una imputación firme

¿Por qué no es cierto? Porque la presunción de inocencia consiste ni más ni menos en que nadie puede ser condenado sin un juicio en firme con pruebas válidas. En detalle: un juicio público, oral, contradictorio y con igualdad de armas, donde se puedan rebatir las pruebas públicas y legítimas de la acusación y proponer pruebas de descargo. Como la presunción de inocencia no se puede destruir sino dentro del proceso debido en derecho (el due process of law) con una sentencia de culpabilidad, las medidas cautelares acordadas previamente al proceso oral y público no afectan a la presunción de inocencia. Así, no la cuestionan ni la detención, ni ninguna medida cautelar, real o personal, desde la fianza hasta la prisión incondicional, incluso incomunicada. Los indicios de ser responsable de una infracción punible pueden ser materialmente poderosos –pensemos en el delito flagrante– sin embargo hasta el juicio la inocencia presunta queda incólume. Sólo una sentencia con todas las garantías la puede destruir. La situación de procesado no es agradable; es cierto. Menos lo es la de estar en prisión provisional.

Así pues, la dimisión voluntaria se impone y tiene que ser aceptada después de una imputación firme. ¿Por qué? Pues porque hay un conflicto de intereses entre la impecable gestión pública a la que el servidor público, sea cual sea su rango, está llamado incondicionalmente a entregarse y la propia defensa. ¿Qué prueba más evidente del nuevo estatus de imputado que la búsqueda de una defensa penal solvente y la desazón que acompaña diariamente al imputado? El conflicto de intereses está servido.

O, dicho de otra manera: ¿quién querría que su hijo fuera intervenido por un médico imputado por mala praxis médica? Pues eso.