He leído estos días algunas opiniones críticas con la posición numantina del PSC en el “no” a Rajoy en su inminente investidura. Las razones se parecen en esencia a algunas que yo he mantenido recientemente. La primera, de tipo lógico, es que no tiene sentido formar parte de una votación y, al perderla, empecinarse en el propio y minoritario criterio; la cosa es sencilla: si el punto de partida era no aceptar el resultado; ¿a santo de qué se vota? Dejemos al margen la legitimidad de la gestora, cuya impugnación habría debido hacerse con carácter previo y, por tanto, así evitar participar de lo que entendían un cambalache a beneficio de los abstencionistas. El caso es que asistieron y votaron para luego declararse desobedientes; queda bien, en estos tiempos en que darle patadas a las reglas del juego se ha convertido en la nueva norma. Pero el PSC ha criticado hasta la saciedad a quienes en Catalunya lo hacen. ¿Puede ahora creerse dotado de mayor razón que los demás para la desobediencia?

La segunda es de carácter argumentativo: ¿puede utilizarse la corrupción de los partidos políticos para obstar el apoyo parlamentario a una investidura? La respuesta afirmativa llevaría al bloqueo institucional permanente en tanto un partido no consiguiese la mayoría absoluta (para luego criticar que la tal mayoría se diese) o a que nos gobernasen partidos pintorescos, minoritarios, naif o con nula experiencia de gobierno, pasto futuro de los mismos males que se critican en los viejos. Vamos, que la nueva política, que solo lo es de manera transitoria, puede permitirse el lujo de hablar del tema y hacer aspavientos de indignación, pero los que cargan el ojo con viga de hierro mal pueden usar la del contrario para vender la propia afabilidad. Y ello sin entrar a preguntarnos por el momento al que la corrupción criticada se refiere (salen a la luz prácticas de los años-burbuja), y cuándo caduca el ostracismo que sanciona el haberla cometido. ¿Hasta cuándo cabe estirar los cordones sanitarios como modelo de identificación ideológica?

El PSC ha criticado hasta la saciedad a quienes en Catalunya desobedecen. ¿Puede ahora creerse dotado de mayor razón que los demás para hacerlo?

Seamos, pues, conscientes de que la “díscola” posición del PSC tiene que ver más con la conveniencia que con la legitimidad. Forzar los engranajes de la federación socialista es un precio razonable para la supervivencia del PSC en Catalunya, algo indudable, aunque sea un misterio cuánto tiempo de vida le conceda y si será tanto como para permitirle reconstruir su mensaje entre tanta izquierda independentista y mediopensionista y con una federación catalana del PSOE amenazando de formarse. Apoya también su posición de fuerza en la suposición, bastante fundamentada, de que sin su concurso la posibilidad de que el socialismo sea una alternativa al PP deviene una quimera. Pero sobre todo se enfrenta desde la conciencia de que, en la recuperación de la moda del 68 que presentaba la desobediencia como positiva en sí, plantarle cara al poder establecido, siquiera sea el de la endeble gestora del PSOE que se arrastrará todo lo lentamente que pueda hasta el congreso extraordinario que algún día tendrá que celebrar, le da un aura heroica. Concepción ésta que no aguanta la más leve reflexión de fondo, pero que en nuestros tiempos líquidos, casi gaseosos, sugiere valentía, y les ha hecho merecedores del elogio de cuantos hace nada les echaban en cara su cobardía, su mediocridad, su trapicheo constante.

Y una más: si entre los diputados catalanes alguno se manifestase contrario a la posición del PSC, ¿su desobediencia sería también considerada legítima? Quien desobedece al desobediente es héroe o villano según se mire. La verdad, como siempre, cuenta poco en estos asuntos.