Los socialistas del PSOE no están satisfechos sin poner a prueba cada cierto tiempo su legendaria resistencia corporativa, llevándose deliberadamente a situaciones límite para salir siempre milagrosamente de ellas. 

Pero esa aparente impunidad histórica no es tal. El aciago sábado del comité federal, Santos Juliá recordaba en El País el enfrentamiento fratricida entre facciones del PSOE en los años 30 y su responsabilidad en el estallido de la guerra civil. Décadas más tarde, aquellos socialistas que se tiroteaban por las calles aún se intercambiaban reproches por lo que hicieron y por lo que ayudaron a provocar.

Con los sucesos de la pasada semana, el Partido Socialista se ha hecho un daño inmenso para solucionar un problema que ellos mismos crearon. Y lo peor es que tanto el problema inicial como el daño posterior podrían y deberían haberse evitado. 

La historia juzgará muy duramente a Pedro Sánchez. Cualquier dirigente sensato en sus circunstancias se hubiera bajado mucho antes de llegar a este punto. El ha necesitado seis contundentes derrotas electorales –cada una peor que la anterior-, una fractura partidaria, el abandono de la mitad de su equipo de dirección y una escandalera monumental retransmitida en vivo y en directo para admitir que ya no era posible seguir adelante. Por no ceder el paso cuando era razonable hacerlo, ha terminado atropellado violentamente, dejando un escenario destrozado, con heridas de las que no se curan y agravios de los que no se olvidan.  

En la víspera de la balacera de Ferraz, un amigo mío diagnosticó correctamente lo que esperaba a Sánchez. No se conoce a nadie, dijo, que haya salido vivo de un búnker. Tenía razón, especialmente al señalar el proceso de bunkerización de Sánchez y sus fieles. Un proceso que se agudizó hasta la insania en esta semana de pasión que comenzó con el descalabro electoral en el País Vasco y en Galicia. 

El domingo vino el enésimo golpetazo de las urnas. El lunes, una extraña reunión en la que la comisión ejecutiva del PSOE fue sustituida por su versión jibarizada, y una disparatada aparición pública, ya en plena huida hacia delante, convocando un plebiscito inmediato para hacerse reelegir estando el país en pleno vacío de gobierno. El martes se hizo patente la desconfianza de sus diputados, y él mismo añadió el elemento definitivo de provocación: gane o pierda en el comité federal, anunció, no pienso dimitir. Esa fue la espoleta que precipitó la dimisión en bloque de la mitad de su ejecutiva. 

Más allá de la interpretación reglamentaria, cuando uno se ve abandonado en plena batalla por la mitad de su equipo debería detenerse a reflexionar. Pero en ese momento, Sánchez y sus fieles ya estaban metidos de lleno en el búnker y con las puertas herméticamente cerradas. Lo que vino después ya lo conocen: un escrache en plena calle a los dirigentes de su propio partido, un intento de bloquear al comité federal impidiendo que tomara ninguna decisión y un patético amago de pucherazo, desembocando en una votación decisiva que se produjo sin haber comenzado siquiera el debate político. Tras doce horas de encierro y crispación votaron por puro hartazgo, por no seguir viéndose las caras ni un minuto más. Y se confirmó lo que decía mi amigo: que nadie sale con vida de un búnker.

Pero no cabe ignorar la responsabilidad de quienes primero lo auparon sin conocerlo de nada; luego secundaron su estrategia a sabiendas de que era dañina para el país y para el partido; y terminaron echándolo a patadas cuando quedó claro que ya no había otra forma de hacerlo. 

Desde hace mucho tiempo se ha instalado en la dirigencia socialista el nefasto principio de no tomar jamás hoy cualquier decisión problemática que pueda dejarse para mañana

Esto tenía que haberse solventado con naturalidad inmediatamente después de la primera derrota electoral, como sucede normalmente en toda Europa. Uno no obtiene el peor resultado histórico de su partido sin que haya consecuencias. Además, el calendario venía a favor: en dos meses expiraba el mandato y tocaba celebrar un congreso ordinario. Bastaba con convocarlo en su fecha reglamentaria y preparar una alternativa sólida. 

Pero desde hace mucho tiempo se ha instalado en la dirigencia socialista el nefasto principio de no tomar jamás hoy cualquier decisión problemática que pueda dejarse para mañana. Y así, el mal que pudo haberse atajado en su momento con un tratamiento doloroso pero tolerable ha exigido finalmente la amputación sin anestesia de un miembro ya totalmente gangrenado; y además, sin garantías de que no haya quedado afectado el organismo entero. 

Tiene mucho que reflexionar el PSOE sobre sí mismo si quiere seguir siendo una alternativa de gobierno para los progresistas de España. Sin embargo, lo peor que podría hacer ahora es caer en un melancólico lamento autocontemplativo que lo condene definitivamente a una inane impotencia. 

España tiene un problema inmediato del que el PSOE no es el único responsable, pero es como mínimo tan responsable como el que más. Llevamos casi un año sin gobierno y estamos al borde de unas terceras elecciones cuya celebración produciría un daño estructural a la democracia, una puñalada a la soberanía del pueblo asestada por sus propios representantes. 

La nueva dirección del Partido Socialista no tiene nada mejor ni más importante que hacer que volcarse para evitar la repetición de las elecciones

La nueva dirección del Partido Socialista no tiene nada mejor ni más importante que hacer que volcarse para evitar la repetición de las elecciones, y aprovechar al máximo las posibilidades de contar con 85 escaños en un parlamento como el actual. Además de prestar un servicio a la democracia, con ello se preservarían de una hecatombe cierta. Es lo más útil que pueden hacer para empezar a redimirse. 

¿Significa eso que deben entregarse de pies y manos a Mariano Rajoy? En absoluto. Significa que deben empezar a hacer lo que Sánchez sólo fingió hacer: hablar en serio y hablar con todos, incluido el Partido Popular. Buscar la fórmula de gobierno que a la vez sea respetuosa de la voluntad popular y abra las puertas a las reformas de fondo que España necesita.

Esto de las reformas, ya se sabe, es inversamente proporcional a la fuerza del PP: imposible si tiene la mayoría absoluta, muy realizable cuando tuvo 123 escaños, más difícil con 137 y, probablemente, otra vez impracticable si se le da la ocasión de fortalecerse aún más mientras la izquierda se debilita, que es lo que ocurrirá si en diciembre se abren las urnas de nuevo. 

El PSOE ha quedado en un estado de extrema debilidad negociadora, pero sus 85 escaños siguen siendo la llave maestra. De entre todos sus dirigentes en activo, si hay uno que tiene la capacidad, la estatura política y la determinación de que su partido vuelva a ser un instrumento útil para el progreso de España, es Javier Fernández. Es justo permitirle que lo intente.