Cuando se critica al Tribunal Constitucional por anular ciertos aspectos del decreto de pobreza energética de la Generalitat, precisamente en el hecho de generar debate político se evidencia que puede hacerlo, tiene poder de anular leyes. Con mayor o menor acierto según los casos, una de sus obligaciones (también se pueden ver como prerrogativas) es dirimir los conflictos competenciales entre el Estado central y las comunidades autónomas. Antes de la entrada de España en la Unión tal tarea no era fácil, pero el encargado de acotar quién podía hacer qué era uno solo. Mi gremio, el de los constitucionalistas, se ha dedicado durante años a estudiar sesudamente sus resoluciones e incluso en algunos casos a orientar cambios jurisprudenciales, también en este caso con mayor o menor clarividencia, y, si me apuran, con mayor o menor originalidad en las propuestas. Pero el tema, para unos y otros, se ha complicado extraordinariamente en los últimos años.

Para empezar una parte de la soberanía de los Estados de la Unión se ha cedido a las instancias comunitarias, de modo que desde Bruselas llega legislación que se convierte en derecho interno desde su publicación y que obliga a los actores jurídicos, lo conozcan (que suele suceder) o no. El papel de esas instancias, a falta de la fallida Constitución europea, ha consistido en ir uniformando por la mínima legislaciones de muchos órdenes, a pesar de que quedan importantes retos pendientes para el éxito (hoy dudoso) de la integración, y de que no siempre haya sido acertado el sentido de lo ya legislado. De nuevo el debate político evidencia las debilidades de las decisiones y el poder de quienes las emiten.

Como decía la escuela libre del Derecho a principios del siglo XX, más que lo que dice la ley importa lo que dice el juez que la ley dice

Pero además se ha producido otro fenómeno, del que ya hemos tenido sobradas muestras, pero que brilla de forma contundente con la reciente resolución del Tribunal Superior de Justicia de la Unión sobre las cláusulas suelo, y es el modo en que ese alto tribunal se impone sobre los estatales, por más “supremos” que se llamen, presto a enmendar la plana a quienes discrepen de sus planteamientos. En este caso concreto, había razones sobradas para tumbar la sentencia del Tribunal Supremo en la medida en que limitaba arbitrariamente en el tiempo, la recuperación de intereses de quienes habían visto declarada nula la cláusula incorporada a su hipoteca. En línea con el parecer discrepante reflejado en el voto particular de la sentencia española, el TJUE rebate al Supremo, sí,  pero lo importante no es tanto el contenido, aunque lo sea para quien podrá recuperar todos los intereses pagados por ese concepto y sobre todo para quien tendrá que pagarlos (que en el fondo seremos todos). Lo importante es el hecho de que demuestra un desplazamiento de unos jueces a otros, del poder, no menor, de determinar nuestras vidas, nuestras haciendas y, por tanto, nuestra autonomía.

Quién puede qué es una pregunta sobre el poder, un poder que en algunas ocasiones se entiende como fin en sí mismo, pero que en todas ellas supone vencedores y vencidos en la órbita institucional. Y aunque bien cierto es que en los Estados de Derecho nadie, ni en el ámbito institucional, ni en el puramente fáctico, lo controla todo, se aproxima bastante a un poder absoluto el de quien decide judicialmente sobre un derecho europeo que gravita, condiciona o incluso llega a suprimir el derecho interno de cada Estado. Al fin y al cabo, como decía la escuela libre del Derecho a principios del siglo XX, más que lo que dice la ley importa lo que dice el juez que la ley dice.