Un estado de derecho es un tipo de organización que gravita sobre el principio de legalidad (la ley se cumple, porque es expresión de la voluntad popular) y el de seguridad jurídica (el individuo ciudadano tiene certeza del comportamiento, ajustado a esa legalidad, de los poderes públicos que sustenta con su contribución). La diferencia entre los estados de derecho consolidados y aquellos que todavía no lo son se manifiesta, entre otras pocas cosas, en la consideración y cuidado que poderes públicos y ciudadanía tienen de sus fuerzas y cuerpos de seguridad. Parecerá una paradoja, pero no lo es: para que la policía pueda cumplir su función (el cuidado de la polis, en su acepción etimológica) es necesario que la comunidad entienda el papel que cumple y le permita realizarlo sin más cortapisa que el control se ejerza con discrecionalidad pero sin arbitrariedad. Dicho control, dicho sea de paso, en un Estado de Derecho sólo lo ejerce, cuando se le pide, una justicia independiente (y dicho sea de paso, bien pagada), nunca un órgano político.

Para que la policía pueda cumplir su función es necesario que la comunidad entienda el papel que cumple y le permita realizarlo

En el mapa que acabo de describir, muy sencillo en teoría, pero que llevarlo a la práctica requiere un reiterado esfuerzo de titán, es comprensible que el momento presente haya llevado a los cuerpos policiales a salir a la calle para reivindicar que la teoría se cumpla. Se podrá objetar que cuando se tiene que pedir lo obvio, algo va mal, pero es que en verdad la situación es más que mejorable. Pedir a la policía que actúe con contundencia frente al delito y acusarla por ello de delinquir; pretender que el particular sin conocimientos sobre la operatividad policial pueda opinar sobre eventuales excesos; o exigir de la policía que se posicione ideológicamente al margen del mandato legal y de las órdenes recibidas de sus superiores; todas esas tensiones no pueden conducir a la policía más que al caos que genera la discusión interna o la parálisis que provoca el exceso de prudencia, en todo caso, una mala noticia para quien confía en que hay una parte del Estado que tiene legitimidad para poner las manos encima de quien incumple y conducirlo ante un juez.

¿Significa eso que la policía ha de hacer lo que le da la gana? Todo lo contrario. De hecho está obligada a obviar su propia concepción del modo en que la ley pretende atajar las anomalías: quizás no le parezca bien que un ocupa pertrechado de perro y frigorífico se atrinchere en la propiedad ajena al son de “éste es mi inviolable domicilio y aquí me quedo”; o por el contrario, tal vez algún agente es simpatizante de la PAH de su pueblo. Da lo mismo, esté a favor o en contra del ocupa, en todo caso está vinculado-limitado-autorizado a hacer aquello que la ley o el juez en cada caso digan. Pedir cualquier otra cosa de la policía es creer que la categoría de la desobediencia civil, legítima y, apuraría que, necesaria, les puede concernir. Y no.

Todas esas tensiones no pueden conducir a la policía más que al caos que genera la discusión interna o la parálisis que provoca el exceso de prudencia

Por eso, sí, aunque la policía no lo exprese en voz alta, porque sin duda en la mente de cada policía puede estar pensando en alguien más, ¡por supuesto que también se refieren a las CUP cuando critican la injerencia! Ese grupo político que confunde la anécdota (un policía “Rambo”, con ínfulas de sheriff, que sus propios compañeros sufren antes que nadie) con la categoría y que su discurso recuerda a aquel conseller que nos regaló para Interior ICV, que se ponía al frente de una manifestación al tiempo que iba en contra de ella, asumiendo a la vez dos papeles incompatibles en la función para desconcierto de los gobernados. Su discurso forma parte de una estrategia en la que tenemos que andarnos con cuidado, porque vienen malos tiempos para las instituciones. Y sin instituciones, siempre perfectibles, el lobo hobbessiano es el rey.