Hace un par de semanas, un colega, el periodista Rafa Cabeleira, publicaba un texto llamado Sonrisa y Cuernos que no puedo recomendar lo suficiente. Es una carta de amor a su mejor amigo, Pablo, muerto hace unos meses en un accidente de tráfico del que además, no era culpable. Rafa me ha hablado muchas veces sobre este tema, sobre el echar de menos cada día a alguien que ya no está, al que es imposible volver a ver, a abrazar, a besar, por mucho que uno se empeñe. Pablo, desgraciadamente, vive ya en el recuerdo de los que un día lo conocieron y lo quisieron. Pablo vivirá en Rafa mientras Rafa siga vivo. No queda otra, el mundo de los muertos no pertenece a los vivos.

Una noche le dije a Rafa –quizá, egoístamente- que entendía su sentimiento, que podía acercarme a comprender esa desazón que quiebra el alma cuando se echa tanto de menos a alguien que sólo existe en el recuerdo. Porque hay otro tipo de nostalgia, quizá menos dolorosa en intensidad, pero cuya sombra es mucho más alargada, eterna, tan pesada, que agota al más fuerte. Es la nostalgia que provoca la ausencia de los vivos. La angustiosa pérdida de los que un día lo fueron todo, de los que llenaron las horas de vida, las risas, las penas, las copas, las confidencias, la cama y las caricias. Personas que un buen día decidieron desaparecer de nuestras vidas, sin mirar atrás, cerrando el candado y echando la llave al mar. 

Hay pérdidas cotidianas, imprecisas, sustituibles y luego, están las otras. Las que queman  

Todos hemos sufrido este tipo de pérdidas. Mejores amigos que no se hablan por un pequeño encontronazo del pasado, por dinero, por celos, hermanos inseparables separados a golpe de herencia, padres e hijos que hace años que no se llaman, amores lanzados a la carretera del olvido. Hay pérdidas cotidianas, imprecisas, sustituibles y luego, están las otras. Las que queman.  

En los mejores momentos profesionales de mi vida perdí cualquier relación con tres personas con las que construí gran parte de mi biografía, dos amigos y un gran amor. Cada quien, sus motivos. Dicen que las cosas pasan por algo, y aunque afirmar eso me parece un simple acto de resignación, mi vida es más completa ahora y, definitivamente, soy más libre. Quejarme sería, en cierto modo, una falta de respeto a las personas que me quieren y me acompañan cada día. Sin embargo, igual que Rafa, yo también me despierto a veces, y pienso en las ganas que tengo de llamar a alguno de los tres para contarles el último guión que me han encargado, el enfado con mi madre, el próximo programa de la tele, la última gracieta del perro. Ya no puedo. Los tres pertenecen a otro mundo, el de mis muertos.

En mi familia, como en las mejores, han pasado cosas que han separado a personas queridas. Siempre les digo a mis padres y a cualquiera que quiera escucharme que el rencor es el cáncer de las relaciones humanas. Con los tres intenté reconstruir algo que probablemente, no tiene reconstrucción alguna. No sé si es el orgullo o el puro dolor, ese material sobre el que se elevan las muros infranqueables entre las personas. Que convierten el amor en punzante indiferencia.  

Sobre ello escribía también Javier Marías en su columna “Las amistades desaparecidas”.

“Uno puede no ir contra él, no atacarlo, no buscar perjudicarlo en atención al antiguo afecto, por una especie de lealtad hacia el pasado común, hacia lo que hubo y ya no hay. Lo que es casi imposible es que no lo borre de su existencia. Uno cancela todo contacto, pasa a hacer caso omiso de él, lo evita, y cabe que, si se lo cruza por la calle, mire hacia otro lado, finja no verlo y ni siquiera lo salude con el saludo más perezoso, un gesto de la cabeza”

Yo también finjo no ver y miro hacia otro lado. Llegado este punto, hay cosas que no tienen remedio. Todos conocemos a personas que no se saludan con la persona con la que compartieron lecho años, con la madre o el padre de sus hijos, con sus propios padres o hijos, con su amigo del alma. Y todos somos también alguna de esas personas para alguien.

Otro amigo me dijo hace poco que hay gente que, para recuperarse, necesita no mirar atrás, porque hacerlo, homenajear el pasado, es enfermizo. Le fui sincera, y le confesé que mi mente seguía divagando por ciertos pasajes del pasado, probablemente engrandecidos por el tiempo, maquillados por la mente, elevados a la categoría de experiencia vital suprema. Lérez, Pontevedra, Sanxenxo, Santiago, Lugo, Barcelona, Vigo, Ourense, A Coruña, Madrid, Praga, Zurich, Málaga, una casa. Y otra vez, el fundido a negro. 

Hay que alegrarse de la felicidad ajena, para ser feliz uno también

Mi amigo me lo repetía como un mantra: hay que querer a quien uno quiso tanto. Hay que alegrarse de la felicidad ajena, para ser feliz uno también. Pero la felicidad no es una constante y ahí están los recuerdos, en el otro lado, mordiendo en las horas bajas. Un mal día te verás repasando un álbum de unas vacaciones –estas cosas sólo se hacen en días malos-, escuchando una canción, aparcando el coche en un lugar en el que follabais, paseando por delante del colegio donde jugabais, riéndote sola al recordar el día que se pidió una copa sin pantalones o volvió con las gafas rotas, descubriendo su perfume en el baño. 

Esta es mi carta de amor a tres personas que no voy a olvidar. A tres historias que forman parte de mi vida, al igual que yo de la suya. A los que tanto quise y en cuyo recuerdo albergo ahora un inmenso cariño y gratitud. 

Pero también es una carta de amor a los que siguen en mi vida, a los que llegarán, a mis amigos y amigas (los mejores), a ti que sabes que no pudo ser pero será de otra manera, a mi pequeña familia. Con todo, si algo he aprendido, es que no quiero más muertos vivientes en mi vida. No me caben en el nicho.