Hoy, día 1 de octubre, hay gente a miles de kilómetros que tiene a Catalunya muy presente. Son los casi 200 misioneros y misioneras catalanes que tenemos repartidos por todo el mundo, y que ahora un mapa interactivo ha puesto al alcance, con entrevistas, fotos y textos (www.missioners.cat). Esta gente, profundamente catalana y universal, son la prueba de que la felicidad consiste en darse a los otros. Demuestran que Catalunya ha sabido "exportar" lo mejor que tiene, su gente, sin dejar su identidad. Ellos han tomado una opción radical motivada por su creencia. Este grupo de hombres y mujeres decidieron marcharse, y la mayoría no volverán jamás. Algunos tomaron un barco en el puerto –¡el puerto!- y zarparon hacia mares desconocidos. La mayoría superan ya los setenta y tienen aquel punto pícaro que llega con la edad, un "estar de vuelta" sano, incluso divertido. Van lo esencial. Creen que otro mundo es posible. No soportan la superficialidad. Son gente de una pieza. Tampoco angelitos: tienen su carácter, limitaciones. Pero son coherentes, y la mayoría de ellos afirma que son felices. El misionero Francesc Baluder, de Barcelona, por ejemplo, quería ser piloto de avión, pero acabó de mosén porque la vocación fue más fuerte. Concepció Farrés siempre decía que quería ser monja, pero nadie se lo creía porque era "la más parrandera del pueblo", como confiesa ella misma. El escultismo le fue una "buena fuerza". Para Farrés, "la inquietud más fuerte es que Jesús es para todo el mundo". Esta es su misión. No solo están asistiendo a quien lo necesita, porque no son una ONG. Lo hacen porque creen, y en virtud de este valor fundamental se dan a los otros. El altruismo, la donación, creer en lo que haces para mejorar el mundo, son consignas que estos días hemos oído por las calles. Cerrar filas, ser transversal, trabajar por un futuro más libre para todos. Aquí y donde sea.

Los misioneros catalanes no son diferentes de los misioneros de otros lugares. Escribo este artículo desde Euskadi, auténtica cantera de misioneros universales. Porque los países con identidades fuertes han dado misioneros al mundo. A los catalanes los encontramos en India, en Senegal, en Japón, en la frontera entre Estados Unidos y México, en Cuba, Togo, en Congo, en Argentina, en Etiopía... Llevan su acento catalán por todas partes, injertado de las lenguas locales. Utilizan expresiones muy nuestras, no filtradas por el catalán estándar. Son gente con sensibilidades muy diferentes, con formación también diversificada. Hay personas de congregaciones religiosas, también muchos sacerdotes diocesanos. Para ellos, el concepto de interculturalidad es una realidad, se han hecho con su gente, a la vez que siguen siendo ellos mismos. Están contentos si les regalamos embutidos catalanes, pero su alimentación ahora ya es otra. Lo importante es el concepto de fraternidad que tienen incorporado y les sabe mal cuando ven a ciudadanos encerrados en sus propios problemas, sin abrirse a las necesidades de los otros. Son un poco la voz de nuestra conciencia, aquel contrapunto necesario que viene de dentro y también de fuera: el mundo es muy grande, hay muchas injusticias y penurias creadas por egoísmos derivados del capitalismo más salvaje. Los misioneros son parte del rostro humano de la globalización. Tenerlos presentes es también ir construyendo una Catalunya solidaria, en este caso empapada por el humanismo cristiano. Un punto de vista seguido por mucha gente y que ha hecho mucho bien, y algunas veces, en la otra punta de nuestro ombligo.