Hay vidas líricamente intensas, existencias desgarradoras, sensibilidades elegantes y extraordinarias, soledades buscadas. Una de ellas irrumpió el 10 de diciembre de 1830 en Amherst, Massachussets, mismo lugar donde se esfumó, en 1886. Emily Dickinson es uno de los regalos que en el siglo XIX ofreció la literatura norteamericana a la humanidad. Abandono, muerte, soledad, pero también espera, sensibilidad, detallismo despuntan en sus versos impresionantes, a menudo escritos con unos guiones muy característicos que no siempre cuando la traducen se conservan. Los versos dickinsonianos son místicos, irónicos, revolucionarios, ascendentes, provocadores. Su métrica y puntuación, perpleja.

El vínculo con su padre Edward, un abogado calvinista adusto, fue fuerte, como sólida fue su formación. A pesar de la admiración paterna, no fue nunca a visitar su tumba. A 23 años, una edad en que la también escritora americana Carson McCullers ensordecía con su madura novela El corazón es un cazador solitario, Emily Dickinson empieza su reclusión. Se encerrará, en casa, y no saldrá nunca más. Son muchas las mujeres que han escogido encerrarse para ser libres. No es una víctima de la moral victoriana, sino una irónica superviviente que decidió vivir según sus propias reglas. Tenía un amante exclusivo: la escritura. Silencio, correspondencia –tanta– y segregación de las distracciones del mundo hacen de esta poeta un ser fascinante, que ahora también tenemos en versión cinematográfica bajo el sugestivo nombre A quiet passion, de Terence Davis (2016). Hay muchas hipótesis sobre la segregación voluntaria de la poeta, desde desilusiones amorosas –masculinas o femeninas–, enfermedad, incapacidad social... el hecho es que sus poesías abren angustias y dramas, porque para ella cualquier hecho era dramáticamente real. Su separación del mundo venía acompañada de la Biblia, uno de los pocos objetos que quería con ella. La vida de Emily –que se llama igual que su madre– tiene ingredientes peliculares: vestida de blanco, encerrada en su cuarto, sólo siete poemas publicados en vida. Y ahora, una de las mejores poetas universales que confesaba que, sin su soledad, habría estado más sola.

No es una víctima de la moral victoriana, sino una irónica superviviente que decidió vivir según sus propias reglas

Las compañeras del colegio dicen que esta misteriosa Emily era una chica "muy tímida", físicamente no demasiado atractiva, pero siempre muy bien vestida. En 1848 sufrió una crisis religiosa y rechazó el bautismo, imagen que abre la película que está consiguiendo difundir la vida y obra de Dickinson entre un público que no se había acercado todavía a esta gigante que no renunció a la vida, sino a un tipo de vida que no le parecía atractivo. Y escogió una existencia intramuros.

Dickinson afirmaba que si leía un libro que la dejaba helada, o si estaba ante un fuego que no la podía calentar, es cuando sabía que aquello "era poesía". En sus textos aparece el paisaje físico y metafísico de su alrededor. Como tantos poetas, describe animales y elementos de la naturaleza que no ha visto nunca. Pretextos naturales para desarmar su fuerza espiritual, su sed de infinito.

En su trepidante correspondencia, destaca la relación con Charles Wadsworth, un pastor con quien se la ha relacionado sentimentalmente. Emily mantenía con un fuego de vestal sus relaciones, y aunque no desvirtualizaba, las vivía con una intensidad real. Hoy, Emily sería una autora que no aparecería en ningún sitio, pero que digitalmente se haría presente donde considerara que su alma tiene una contrapartida.

En catalán la también innovadora y delicada escritora Míriam Cano acaba de traducir para Edicions Poncianes 17 poemas "de la poeta más singular de las letras norteamericanas", que han tenido la brillante idea de hacer pósteres destinados a llenar los muros de tantas habitaciones de tantos literatos tocados por la gracia dickinsoniana.

Hasta que se murió, los poemas no fueron conocidos. Son poesías revolucionarias que se escapan, y como lo expresa Gabriella Sobrino, son poemas "enigmáticos, atormentados", de aquellos que ejercen una fascinación obsesiva en los lectores que ya no somos lectores, sino devotos-para-siempre-amén.