Una cosa que aprendí desde pequeño es que hay una línea finísima entre las mentiras que puedes decir para hacer la vida más amena, y las mentiras que envenenan los problemas y las soluciones.

La literatura va llena de historias que empiezan con una mentira inofensiva que se va complicando sin remedio. La frontera que separa la mentira creativa de la deshonestidad cuesta de ver y de aceptar y a veces la traspasamos sin querer, sobre todo si somos hábiles de palabra y un poco inteligentes.

Quizás porque he visto los efectos del franquismo desde cerca, enseguida aprendí que las mentiras que te obligan a justificarte hasta el infinito te laminan la vitalidad y te pervierten el sistema de valores. Las mentiras, cuando son creativas, son tan pasajeras como un entrar y salir de la piscina. Cuando mientes sobre cosas sustanciales, la comedia no se acaba nunca y se vuelve deprimente.

La decadencia es la aceptación de la mentira como única solución posible. Es dar por buena la impotencia que nos asalta cuando miramos de superar la hipocresía y, aun así, seguimos fingiendo. Si la cultura catalana tiende a la cursilería es porque durante mucho tiempo ha evitado las experiencias fuertes que proporciona vivir cerca de la verdad.

La verdad da consistencia al amor pero es difícil de verbalizar porque te conecta con el dolor de los otros y eso de entrada tiene poco premio y no viene de gusto. La mentira, si es vulgar, funciona como las drogas o las hipotecas. En vez de darte libertad y perspectiva, te acorrala en una prisión de miedos imaginarios que fabrica bolas cada vez mayores.

La verdad siempre te empuja hacia el futuro y te obliga a trabajar para establecer una relación autosuficiente y genuina con el mundo. La mentira de entrada te protege, pero a la larga te encadena a rituales absurdos y a la nostalgia de un pasado mejor.

Nadie que tenga intención de vivir despierto puede querer que le digan mentiras. El alma no necesita enredar nadie y una prueba irrefutable que existe -y de que es pura- es que en cuanto somos un poco incoherentes tratamos de silenciarla con opiáceos o discursos demagógicos.

Si la audacia que ponemos para decir algunas mentiras la pusiéramos a decir la verdad, quizás viviríamos más alegres y tranquilos. Cuando conquistas la verdad ganas su fuerza indestructible; en cambio, cuando una mentira te conquista la inteligencia se va desvertebrando y el alma acaba convertida en un donut, con aquel agujero absurdo en el medio por donde pasa el aire.

Este fin de semana una amiga me decía: "Me pasé la vida haciendo comedia con mi padre y, hasta que no vi que la relación se volvería una farsa insostenible, no encontré la fuerza para tener una conversación seria. Al contrario de lo que me esperaba nos entendimos bien. Y desde que no sufrimos para enfadarnos nos lo pasamos mejor y nos amamos mucho más".