Por una cuestión de principios que daría para una tesis doctoral y cinco sesiones de psicoterapia, no compro en los establecimientos de Victoria's Secret. Como me encanta la ropa interior sexi y los colores chillones, para resistir la tentación de entrar, siempre que me cruzo con uno de sus establecimientos me dedico a observar el tipo de personas que entran y salen, hasta el punto que este hercúleo acto de contención de pasiones primarias se ha convertido en uno de mis pasatiempos preferidos.

A pesar de los años de trabajo de campo, no dejo de sorprenderme de la diversidad de mujeres que entran. El interior de los establecimientos es un ir y venir de personas hurgando entre un batiburrillo más o menos arreglado de bragas, tangas y sostenes, interrumpidos por imágenes y vídeos gigantescos de los ángeles de Victoria's Secret. Como las modelos de la marca tienen cuerpos inalcanzables para la inmensa mayoría de mujeres del planeta, incluso para ellas mismas –y por eso se someten a programas de régimen y ejercicio físico espartanos–, siempre había pensado que la clientela de las tiendas serían chicas jóvenes y con físicos de acuerdo con los cánones estéticos occidentales.

Tampoco entendía la tendencia de asociar lencería sexi a imágenes de mujeres. Me corta bastante el rollo ir a comprar juguetes sexuales o ropa sexi y encontrarme estampada la imagen de una tía que no me interesa y que además es una representación de una sexualidad femenina al servicio del gozo de los hombres heterosexuales, y no orientada al placer y la autorrealización de la mujer. A pesar de, pues, que la imagen de una tía estampada en un producto no es el mejor reclamo para mí, con el tiempo me he planteado la hipótesis de que el éxito de las tiendas de Victoria's Secret radica precisamente en la asociación del producto que venden con los ángeles.

Me fascina pensar como un producto se convierte en un préstamo ya no de una cultura, sino de otra persona

En su análisis de The Body Shop, la filósofa feminista Sara Ahmed hablaba de cómo parte de la popularidad de la marca cosmética se basaba en la historia que venía: la compañía había ido por el mundo recopilando los secretos de belleza ancestrales de muchas comunidades de mujeres y los había envasado en ecológicos productos creados por las mujeres de estas comunidades. Ahmed utilizaba el ejemplo para explicar una consecuencia de las sociedades postcoloniales contemporáneas: aquellas culturas que las potencias occidentales se habían dedicado con tanta tenacidad a aniquilar, ahora resurgían tanto para dar una salida económica a comunidades afectadas por el sistema colonial como para el disfrute de las mujeres occidentales, las principales consumidoras de estos productos, que veían cómo su belleza crecía gracias a ellos. La conclusión de Ahmed era que, con la globalización, se podía llegar a consumir el otro y su cultura: la crema no sólo te hidrataba la piel, sino que te untaba de una parte de la cultura de las mujeres tahitianas, hasta el punto que la piel tahitiana hidratada se convertía en la tuya.

Aunque es evidente que las bragas de Victoria's Secret no las hacen las modelos de la marca, me inclino a pensar que, en el caso que nos ocupa, no sólo se vende la braga cuqui, sino la posibilidad de convertirse, ni que sea por un rato y dentro de la cabeza de la persona que la lleva, un ángel. Como si cada braga, tanga y sujetador tuviera una dosis de la purpurina que hace que toda mujer se convierta en el ser más sensual del mundo. De la misma manera que cuando se anuncia que tal juguete sexual era utilizado por geishas japonesas o que tal técnica era el gran secreto de las prostitutas francesas de inicios del siglo XX, en el fondo del relato marquetiniano radica la fantasía de convertirnos en un poco prostitutas y un poco geishas. Un poco, porque toda la parte negativa de estos oficios queda borrada del producto final.

Por supuesto, al final el significado que cada uno(na) le da a un objeto sexual viene marcado por sus experiencias y fantasías. Aun así, me fascina pensar como un producto se convierte en un préstamo ya no de una cultura, sino de otra persona. A menudo hablo de como los objetos forman parte de nuestros cuerpos, pero, en este caso, es el humano el que forma parte del objeto, hasta el punto que el último pierde el valor sin el primero. Sea para explicar el fenómeno de la venta de braguitas sexis o para reprimir las ganas que tengo de comprármelas, pensar en estas cosas me ha ayudado a matar muchos ratos en los aeropuertos.