Uno de los momentos de impotencia mayores que experimenté el 1 de octubre fue cuando el sistema de registro de votos se colapsó. Meses de preparación de referéndum. Horas de víspera en las escuelas. Decenas de personas a fuera del colegio electoral dispuestas a romperse la cara para defender las urnas. Nada de eso importaba. Ya sea porque todos los puntos de votación entramos a la vez. O porque alguien delante de una pantalla podía pulsar un botón que lo petara todo. Desde la casa del lado. Desde Torremolinos, Toronto o Sebastopol. Me imaginé la amenaza informática como un gas tóxico que eslalonejava muros de cemento y de carne y filtraba por las ollares. Entendí la importancia de sumar, a los cuerpos de Bombers, Mossos, y a las guerrillas pacíficamente desarmadas, un ejército de profesionales de la informática.

Renové sensación el miércoles. Honrando el derecho de huelga, perdí unas horas haciendo de chivata chismosa en Twitter, donde no tardé en engancharme a un hilo que compartía lo que pensaba: lo que medios y redes sociales destacaban de la jornada eran los cortes de carreteras y vías ferroviarias. Mis interlocutores y yo debatimos sobre si, en el físicamente y digitalmente hiperconectado siglo XXI, cortar vías de transporte y reventar sistemas informáticos concretos en días clave podían llegar a ser vías de protesta más efectivas que las manifestaciones masivas o paradas laborales a las 12 del mediodía. De esta conversación de barra digital de bar también digital, ahora ya de 280 caracteres, surgió la protohipótesis de la huelga como forma de liberar de carga laboral productiva —de la reproductiva tenemos que hablar a fondo— a las personas que quieran sumarse a estas acciones de boicot a la conectividad.

Con los líderes del Govern en la cárcel o en el exilio y los partidos independentistas recobrándose del trauma, los Comités de Defensa de la República van asumiendo el rol de hacer que el territorio y la gente sean hostiles a las fuerzas ocupantes.

Todo este mambo de ideas extendidas en el timeline coincidieron con el nacimiento de la cuenta de Twitter del Govern de la Generalitat en el exilio. Fue el inicio de una guerra virtual de legitimidades, en las que el reconocimiento al 155 o la DUI pasa por si la cuenta oficial pierde seguidores y el alternativo gana. ¿Qué impacto tendría para la política catalana que más personas estuvieran atentas a los tuits emitidos desde Bruselas por el gobierno legítimo que en las del autoritariamente intervenido?

Con los líderes del Govern en la cárcel o en el exilio y los partidos independentistas recobrándose del trauma, los Comités de Defensa de la República van asumiendo el rol de hacer que el territorio y la gente sean hostiles a las fuerzas ocupantes. ¿Cómo explicamos y complementamos la manifestación de mañana, organizada por ANC y Òmnium, ante este hecho? ¿Es una forma de seguir movilizando los afectos en la fase en que los independentistas, por una parte, tienen que jugar al terreno de la cruda materialidad si quieren que su proyecto sea viable y, por otra, tienen que seducir la población reticente a la DUI? ¿De verdad los CDR pueden ser un instrumento de resistencia con una administración y unos Mossos al servicio y merced del Estado? Uno de los hechos de la sociedad hiperconectada es que siempre hay alguien en el otro lado del hilo. Eso obliga a tener en cuenta, más que nunca, no sólo a quien van dirigidas las acciones que hacemos, sino qué influencia pueden tener en el resto de personas que miran y escuchan.

Son muchas preguntas para las que no tengo respuesta. Estamos dentro de una lavadora que centrifuga dinámicas globales, españolas y catalanas que hasta ahora sospechábamos que nos afectaban. Uno de los grandes desafíos es experimentar como viejas formas de lucha, cuidado y resistencia se reinventan y conviven con las nuevas. Ya no hacen falta los sindicatos mayoritarios para movilizar el país. Otro reto es ir descifrando las múltiples e intrincadas maneras en qué el mundo analógico y digital se influencian. ¿O es que ya no hay dos esferas, sino una analógica-digital? En un Estado liminar que se expande en tiempo y espacio como un Big Bang, la única constante que experimento es que nos hemos convertido en cyborgs capaces de crear una historia que, en el peor de los casos, servirá para que las personas que nos sucedan puedan aprender de nuestros errores y aciertos.