La mejor manera de hacer que los manresanos entremos en un conflicto existencial es que nos pregunten si nos gusta Manresa. Con los años, llegué a la conclusión de que quiero a la ciudad de la misma manera que una madre debe querer a un hijo que no sea ni guapo ni inteligente, y que, por lo tanto, se conforma con que sea buena persona.

Como en los últimos cinco años no he vivido allí, la respuesta ya no me convence, a causa de la mezcla de nostalgia y de ganas de hacer el guiri que sufro cada vez que piso la ciudad. Porque cuando vas por la carretera y ves en el horizonte el perfil de las montañas de Montserrat, la lagrimita mental es inevitable. Eso y sonreír sabiendo que los manresanos y otros bagencs podemos contemplar la cara bonita de la montaña, mientras que a los barceloneses les ha tocado el culo y a los igualadinos el perfil feo.

Las etapas de la vida de un manresano vienen definidas por el acto de la fiesta mayor en el cual participas. Lo que une la manresanez es el castillo de fuegos, que se hace en el parque de la Agulla, en las afueras. Las autoridades manresanas lo saben, y por eso cortan todos los accesos en coche y nos hacen ir andando, para que por el camino podamos tejer complicidades intergeneracionales. Tenemos dos festividades más. La Fira de la Mediterrània, en octubre o noviembre —o yo qué sé, si eres manresana tienes que hacer ver que estas cosas te importan relativamente—; eso sí, no te perderás ni un maldito acto, que para una vez que la cosa se anima.... La otra es la Fira de l’Aixada, en febrero, que sirve para conmemorar el mito de la Misteriosa Llum. El resto del año veneramos otro mito, el del Misterioso Sitio para Aparcar, basado en el ritual de coger el coche, dar vueltas hasta llegar a la otra punta de la ciudad, dejar el vehículo otra vez en casa y bajar al centro caminando. Nota: las bromas sobre aparcar, y sobre la construcción de obra pública, son una tradición manresana.

A veces pienso que el carácter manresano, en la guerra de relatos que es Catalunya, ha contribuido a fundamentar por incomparecencia la idea de que el área metropolitana es la Catalunya real

En Manresa, las modas, los restaurantes de comida rápida y las marcas low-cost de ropa y sujetadores (que es lo que, junto con las universidades, te coloca dentro de la liga de ciudades importantes aspirantes a ser capitales de veguería) llegan tarde y un poco cansadas, como si hubieran viajado por las carreteras o líneas de tren que conectan la ciudad con Barcelona. Primero desembarcaron los yogures helados, después los cupcakes y ahora los escape rooms. Como contrapartida, la ciudad ha dado a la nación catalana dos cosas. La primera, las Bases de Manresa. La segunda, la manera de ver la vida en plan nari-nant, quien día pasa año empuja, que cristaliza en la capacidad de reírse de una misma porque todo lo demás o nos sobrepasa o es lo que hay. Una ética que tan bien ha retratado Manel Fontdevila en sus viñetas, que me sirvieron durante la infancia para entender de qué iba eso de ser manresana —sobre todo en la cuestión de aparcar—.

Al estar anclado en una especie de resistencia pasiva contra los signos del tiempo, a veces pienso que el carácter manresano, en la guerra de relatos que es Catalunya, ha contribuido a fundamentar por incomparecencia la idea de que el área metropolitana es la Catalunya real, un crisol de culturas donde los obreros suelen ser castellanohablantes, buenas personas y lo pasan fatal, y que el resto del país somos un híbrido de campesino-burgués tacaño catalanohablante que se baña con la sangre de andaluces y extremeños.

Manresa es una ciudad que ha sufrido mucho esta última crisis. Cada vez que he ido, he descubierto una o dos tiendas que han cerrado y se han convertido en una versión dos punto cero de las siluetas fantasmagóricas de las fábricas textiles que todavía hay plantadas en algunos lugares de la ciudad. La Plataforma de Afectados por la Hipoteca es muy activa, igual que el Banco de los Alimentos. Yo, y tantas otras personas, somos la prueba de que los castellanohablantes también emigraron a la Catalunya central, y que la inmersión lingüística no es un mal invento. La realidad manresana no acaba de encajar en los discursos que glorifican la periferia —aunque Catalunya es, en cierta manera, una periferia de Barcelona—, pero a veces temo que la vertiente más catalanista/independentista del poder político nos ha dejado de lado al tomarnos por convencidos a la causa.

Desde el Xup, la Mion, la Font dels Capellans o la Balconada, hasta el Passeig, el casco antiguo, el Poblenou, la plaza Catalunya o la Carretera de Santpedor, la realidad de cada uno de los manresanos puede ser tan distante de la del vecino como próxima a la de alguien de un municipio situado a cien kilómetros. En el fondo, el gran servicio que los manresanos podemos dar al país, y a nosotros mismos, es reivindicar que, a pesar de todo, así somos y aquí estamos, y que cualquier intento de encasillarnos, a nosotros, y al resto de catalanes, sin atender ni a la antropología, ni a la sociología, ni a la historia, ni a la cotidianidad, es una manipulación tanto a nuestra individualidad como a nuestro sentimiento de pertenencia a una colectividad.