De todos los relatos de los contrarios a la independencia, uno de los más perniciosos es el de la fractura social y la división de la sociedad catalana. En primer lugar, porque criminaliza la opinión independentista acusándola de estropear la sociedad. La criminalización se basa en la pretendida universalidad de la opinión unionista, que es percibida no solo como el punto de referencia de donde emanan las normas básicas de convivencia, sino como el estado deseable de estas normas. Lo que lleva tanto al desprestigio del independentismo como visión socialmente indeseable, como a la invisibilidad de las desigualdades que se han producido en el marco del Estado de las autonomías.

En segundo lugar, porque los discursos de la división y la fractura tienden a presentar los bandos resultantes como igualmente afectados por la situación, obviando que el unionista tiene los recursos estatales a su servicio. Unos recursos que incluyen la imposición de este discurso que esconde los agravios sufridos por la sociedad catalana –y que han llevado a buena parte a hacerse independentista– y que presenta al independentismo como peligroso. También permiten reutilizar los agravios que sufren los unionistas en manos de los independentistas –como por ejemplo, insultos en las redes sociales– o ciertas desigualdades de carácter étnico-social –como la pasada situación de las familias de origen español que emigraron a Catalunya durante el siglo XX-, para reforzar el discurso hegemónico.

Lo que más me trastorna de esta estrategia es la fatiga que genera. Es una fatiga ontológica: mientras las ideas unionistas son, el independentismo, para ser, tiene que decir previamente lo que no es (violento) y después justificar su ser (cargarse de razones). La espiral contradictoria se genera porque para estar en igualdad de condiciones se tienen que dar estos pasos previos, y es la realización de estos pasos previos lo que sigue transmitiendo la idea de que tus convicciones no son tanto como las de los otros. Es también una fatiga emocional. La detención de Jordi Cuixart y Jordi Sànchez, el ataque político y mediático a la escuela catalana, las agresiones de la Guardia Civil a colegios electorales o en localidades donde se alojaban los agentes sí han dejado parte de la sociedad catalana trastornada. No sé si la han fracturado, pero cada vez cuesta más aceptar que amigos, familiares o compañeros de trabajo disculpen la violencia vista estos días.

A causa de las desigualdades de poder enquistadas en las estructuras económicas, políticas, sociales y culturales, toda causa que afecta a un grupo en posición de desventaja pasa por visibilizar los agravios sufridos y, en muchos casos, por hacer actos de reparación que permitan curar las heridas. En el caso independentista, eso ha pasado, en el último mes, por reconocer el dolor inmenso y la ruptura que han causado las acciones adoptadas por el Estado (desde el Gobierno hasta los medios) previas, simultáneas y posteriores al referéndum. La fatiga se incrementa porque hay que pasar el duelo de forma que que, mediante la constatación de que la opresión recibida es fruto de adoptar una posición independentista, no se abone el discurso de fractura social que ha servido para justificar las agresiones sufridas. Vaya, que no podemos ni llorar tranquilos sin que alguien nos diga que en el fondo nos lo merecemos y que ellos están sufriendo, y han sufrido, tanto o más que nosotros.

La fatiga tiene el peligro de hacernos más susceptibles y hacernos bajar la guardia. Cuando leo tuits de algunas intelectuales y periodistas unionistas, todas ellas mujeres que admiro (o admiraba?) por su compromiso político, ideas feministas o tarea profesional, cada vez me resulta más difícil no mandarlas a la mierda. En las conversaciones que mantenemos, su tono suele ser neutro y conciliador. Intento mantenerlo aportando todo mi conocimiento, pero es una tarea agotadora. Lo es, en parte, porque cuando tienes una identidad nacional (o racial o religiosa) que se alinea con la hegemónica, no tienes que ser agresivo para ejercer violencia sobre la interlocutora. Tus emociones quedarán, además, resguardadas gracias a su fusión con los discursos generados dentro de las instituciones académicas, las cuales, gracias a esta simbiosis, convertirán percepciones y sensaciones en hechos universalmente objetivos.

La posición de subalternidad de la nación catalana hace que tengamos que aguzar el ingenio para defenderla, buscando mecanismos de resistencia y de construcción de alternativas con medios muy precarios. Para utilizar el enfado de una forma creativa en el ágora pública, primero tenemos que privatizarlo y depurarlo. Para soltar la rabia y la frustración, nos tenemos que apropiar de la banalidad. Hagamos lo que nos libere de las tensiones acumuladas, por muy estúpido que sea (recordad, con consentimiento y no haciendo daño a nadie). Si queremos pasarnos una tarde viendo películas o series horteramente tróspidas, veámoslas. Si queremos comer chocolate hasta explotar, comamos y explotemos. Si queremos zurrar un saco de boxeo, zurrémoslo. Si queremos correr hasta extenuarnos, corramos y extenuémonos. Si queremos gritar muy fuerte, gritemos muy fuerte. Si queremos disfrazarnos de Mickey Mouse y que alguien nos azote el culo con un cinturón, corramos ahora mismo a la tienda de disfraces más próxima y busquemos a un compañero que se avenga.

Hagamos lo que queramos hacer, porque es con la propiedad y la gestión de nuestro enfado, duelo y rabia como podemos contribuir a desarmar el relato del miedo, la división y la fractura social. Para que las calles sean siempre nuestras, primero tenemos que conseguir que la mala leche lo sea.