¿Se puede practicar manspreading —o despatarre masculino— con el hombro derecho? Mariano Rajoy demuestra que sí, como se puede ver en la fotografía. Mientras medio país estaba atento a las posiciones desinhibidas de los machos masculinos que necesitan refrigerar sus partes entrepiérnicas en posición sedente, el presidente del Gobierno, siempre previsible, como él mismo ha confesado, exhibía un manspreading de las extremidades superiores muy tradicional y gallego, el que se suele producir cuando dos personas intercambian confidencias y risas, ambas están sentadas en sillas rodadas, y una de estas personas mide casi dos metros, es hombre, presidente, y la otra es mujer, vicepresidenta y, encima, es menuda. El mandón principal de España se tapa la cara porque está diciendo algo malvado e ingenioso, no quiere que un lector de labios le atrape y busca el hombro de su interlocutora ocupando el brazo de la silla. Y Soraya Sáenz de Santamaría mira hacia arriba y enseña las encías superiores, psicológicamente encantada, por lo visto, de la crueldad de la mariánica sentencia. Por fuerza debe de ser un comentario cruel, si no no se relamería los bigotes como lo hace. Le gusta jugar a persona perversa, aunque sea sólo un poco, por política, nada.

La estrategia retórica de Rajoy durante el debate de la moción de censura en el Congreso de Diputados ha consistido básicamente en eso, en hacer manspreading —o despatarre político—, cuando sostuvo que no hay para tanto, que tampoco hay que exagerar, que se debe ser moderado, sensato, equitativo y bien educado, mientras que, por otra parte, iba ocupando el espacio vital de la vicepresidenta. Su mano derecha ignora siempre lo que hace su mano izquierda, como certificó bíblicamente Jorge Fernández Díaz en la grabación maldita. Hace treinta años, cuando era un brillante político gallego, recuerdo que anunció que se retiraba, que abandonaba para siempre la política, que su presencia era puramente circunstancial. Y ahí le tienen pasados todos estos años como si estuviera recién llegado, con la determinación de permanencia del percebe, con la dinámica del manspreading —o despatarre inmobilista— que sólo pretende conservarse, durar, sobrevivir a todas las señales de vida circundantes.

C. K. Chesterton afirmaba en su biografía de Charles Dickens que el autor de Grandes esperanzas era, más allá de la ambigüedad de las formas, de manera tan discreta como sólida, un hombre de izquierdas. Que la diferencia entre la derecha y la izquierda, más allá de lo que digan en vano los totalitarios comunistas, está en la actitud moral, en el talante, en la perspectiva. Que, ante la injusticia, el hombre de derechas la admite, la reconoce. La censura. Y acto seguido sostiene que el mundo es como es, que no valen las ingenuidades. Que las cosas nunca son perfectas y que hay que asumir la naturaleza del ser humano, con inmensas posibilidades de una mejora tan deseable como improbable. Que no tenemos nada que hacer y que hay que gestionar estoicamente la mediocridad, el dolor y la desigualdad. El hombre de izquierdas ante la injusticia nunca se resigna. No acepta ni en el día a día ni en la reflexión teórica que no haya nada que hacer. No acepta que el conocimiento sea igual a la decepción ante la realidad. Dickens quería que Oliver Twist fuera un tipo humano del pasado, un error que exigía una clara solución antes o después. Como buen profesor universitario, Pablo Iglesias se fijó más en los fuegos artificiales de la retórica falsamente ilustrada de Rajoy que en su manspreading. Ni cuando habla de Catalunya ni cuando defiende el saqueo del Estado, de los modestos, de los necesitados, tiene razón ni solidez intelectual. En la mano, si miráis la fotografía, tiene un utensilio de escritura, para hacerse el ilustrado y el sabihondo, el hombre estudioso y competente. Es una estrategia, otro engaño. Con lo que trabaja realmente no es con el lápiz sino con el codo y con el hombro, ocupando, haciéndose lugar: para él solo ya tiene un escaño y medio.