Estos días de tragicomedia he pensado mucho en la tarde que decidí el tema de la tesis. El vicedecano me regañaba en la última planta del edificio de la facultad, donde entonces había instalado un despacho de investigación para becarios con vistas a los terrados y a los campanarios de Ciutat Vella.

"Si haces la tesis sobre Carles Sentís, el tribunal sólo querrá saber si era o no era franquista" —me decía, cada vez más irritado. "Perfecto" —le repetía yo—, "porque este tipo de preguntas demagógicas que destruyen el país son las que querría reventar."

"No "podrás" —me decía él. "Ya veremos" —insistía yo. Aznar gobernaba con Pujol y el mundo autonómico parecía una jaula de oro indestructible. Cuándo ibas de vacaciones a París y la gente te oía conversar te preguntaba si hablabas húngaro o italiano, o un español extraño. Mientras tanto Catalunya se extinguía narcotizada por una falsa convivencia.

Yo quería analizar la colonización del pensamiento a través de la censura y Sentís me parecía una figura ideal porque había conseguido vivir cerca del poder, a pesar de ser catalán. La alternativa, surgida del esquema que había presentado para aspirar a la beca, era Nèstor Luján, un escritor estropeado que se pasó la vida resistiendo las locuras de su época disfrazado de periodista.

Al final, cosa poco habitual, cedí de mala gana, pero fue una buena decisión. La historia de Luján me enseñó a defenderme en un ecosistema que entonces no era capaz de percibir tan hostil. Muchas cosas que leí y escribí mientras hacía el doctorado no las entendí hasta mucho tiempo después.

Cuando saqué el libro de Luján, Marçal Sintes escribió que, en el fondo, había retratado mi juventud, con mis ambiciones y mis fantasmas. Con el tiempo se ha ido viendo que también retraté una época que todavía hoy intoxica la vida del país, ni que sea de manera edulcorada e indirecta.

Estudiando a Luján aprendí que la fortaleza es una virtud que tiene alguna cosa sagrada, que es imprescindible proteger las cosas que amas, si hace falta con el propio cuerpo, incluso cuando la adversidad parece que no pueda remontarse. Sin la tesis doctoral quizás me habría dejado llevar por pequeñas concesiones que de entrada te hacen sentir mejor y más humano pero que, justamente, a la larga te deshumanizan porque te hipotecan el talento y la esperanza de manera sibilina.

Sin la tesis quizás no habría valorado con la necesaria atención hasta qué punto llega a ser difícil, para un catalán ambicioso, mantener el sentido del honor dentro de una España unida, es decir, dominada por los castellanos. Quizás me habría dejado arrastrar por el confort de las convenciones y por el encanto de las naturalezas muertas y los placeres efímeros.

Luján me enseñó a que no tienes que temer que tu propio monstruo te muerda y te arañe, y que haga que te retuerzas de dolor, mientras los otros van de compras y se piensan que tú estás loco y que ellos son juiciosos y libres. La libertad que te llega regalada se marchita si no la utilizas para afirmarte. Sin conquistar mundos nuevos y empezar nuevas empresas que funcionen, la comedia pierde color y te acaba reduciendo a la caricatura.

Supongo que todo esto lo pienso ahora que Puigdemont está en Bruselas porque, como Luján, el presidente de la Generalitat es uno de estos catalanes trágicos que creyó que jugando con la mentira es posible hacer valer alguna verdad de calado. Luján también se perdió en el arabesco. También sublimó demasiado su sentido de la justicia hasta que fue perseguido por los tribunales españoles acusado de delitos inventados, propios del régimen que odiaba y, cuando podía, combatía.

Ver morir a la vieja Convergència de sus autoengaños y traiciones reconozco que me pone melancólico, pero no puedo decir que me dé lástima. Me recuerda que la personalidad se puede matar o se puede pervertir, pero que es imposible de evitar. Por eso, en el último momento, cuando ya todo estaba perdido para él, seguramente contra el consejo de Mas, Puigdemont no se pudo privar de declarar la independencia.