Si la calidad de un sistema político se define principalmente por la calidad de las reglas que lo regulan y por el nivel de sus dirigentes, lo que tenemos hoy es una clara obsolescencia de las normas (en el sentido de su inadecuación a una realidad distinta a la que las vio nacer) y un pavoroso deterioro del factor humano.

Este drama de padecer a los peores dirigentes en el momento más complicado coincide con la metamorfosis del sistema de partidos. Todo indica que el tránsito del bipartidismo al multipartidismo es mucho más que un episodio pasajero de fragmentación electoral. Es un paso que ha ido madurando en la sociedad, que se ha acelerado con la crisis y que, probablemente, no tiene marcha atrás.

Pero que el nuevo sistema funcione exige un montón de cambios. Cambios en las normas, por supuesto: lo estamos comprobando en las tortuosas investiduras, lastradas por rígidos procedimientos y plazos inaceptablemente prolongados. Pero sobre todo, cambios en los conceptos, en los hábitos y en las relaciones entre los actores políticos. Sin esos cambios, la fragmentación política sólo producirá confusión y atasco y nos habremos quedado con lo peor de ambos mundos.

Es en ese cambio cultural en lo que vamos más retrasados. Estamos gestionando una realidad multipartidista con la lógica y con las categorías heredadas del bipartidismo. Eso, junto con el ínfimo nivel del personal dirigente, es lo que motiva el bloqueo en el que estamos metidos.

En el bipartidismo hay un ganador y un perdedor. Al ganador le corresponde ocupar el gobierno y el perdedor se instala en la oposición y se constituye en alternativa, un reparto de papeles casi automático.

Nada que ver con lo que sucede en el multipartidismo. Primero, porque no está claro quién es el ganador y quién el perdedor. En el multipartidismo, vale tanto lo que tienes (votos y escaños) como lo que puedes llegar a agrupar mediante tu capacidad de negociación con otros.

El verdadero drama del PSOE en este ciclo no es sólo su sangría de votos, sino la renuncia a esa posición estratégica que le permitía mantener siempre abiertas líneas de interlocución con todas las fuerzas a su derecha y a su izquierda. El PSOE de Rubalcaba estaba débil, pero podía acordar con el PP ciertos asuntos de gobierno; podía hacer frentes comunes con la izquierda para oponerse a las políticas regresivas del gobierno; podía negociar el Estatut con los nacionalistas o dar gobernabilidad al País Vasco gracias a una relación fluida con el PNV.

Tras el 20-D, este PSOE de Sánchez comenzó dando un portazo al PP y  excluyéndolo radicalmente de cualquier diálogo; continuó prohibiéndose a sí mismo negociar con independentistas; se enzarzó en una batalla con Podemos que ha envenenado esa relación, dejando entre ambos un campo minado de mutuas trampas y agravios; formó una efímera sociedad conyugal con Ciudadanos, que ya está en trámites de disolución; y sus dirigentes ya no hablan entre sí, sólo se vigilan en espera de la batalla final por los restos del naufragio. Esa fatal incomunicación lo debilita mucho más que haber perdido un puñado de escaños.

El PP ha vivido mucho tiempo aislado, condenado a obtener mayorías absolutas o irse a la oposición por su imposibilidad de pactar con nadie. Su trabajo ahora es ganar la flexibilidad negociadora que siempre le faltó. Mientras no lo consiga, seguirá sufriendo la frustración de ganar elecciones y no poder gobernar.

En el multipartidismo, ni quedar primero te garantiza el gobierno ni quedar segundo te otorga la condición de alternativa. Ambas cosas hay que trabajárselas, y la peor forma de hacerlo es exigir el derecho a ser reconocido como gobierno o alternativa esgrimiendo solamente un número. 

En el multipartidismo, las fronteras entre el espacio del gobierno y el de la oposición nunca son nítidas. Lo más frecuente es que existan gobiernos minoritarios que se sostienen mediante acuerdos de geometría variable y buscan apoyos distintos según la materia de que se trate. Lo que significa que cualquier partido puede estar un día al lado del gobierno y al día siguiente frente a él, sin que ello lo conduzca a permanentes crisis de identidad.

Si el Govern de la Generalitat fuera un gobierno de verdad y no un aparato institucional de agitación y propaganda al servicio de una causa ilegal, no pasaría los apuros que pasa ni viviría secuestrado por un grupúsculo extremista. Podría gobernar cómodamente con sus 62 diputados componiendo mayorías sucesivas con Catalunya Sí que es Pot para unas cosas (por ejemplo, para impulsar el derecho a decidir), con el PSC para otras e incluso con el PP en ciertas ocasiones (no sería la primera vez). 

La sociedad rompe con el bipartidismo cuando ya no quiere gobiernos monocolor, ni tampoco políticas monocolor. Quiere gobiernos y políticas mestizas, que incorporen aportaciones diversas. Ese canto al mestizaje político que hizo Pedro Sánchez en su discurso de investidura y que luego ha desmentido con su estrategia sectaria y autoexcluyente.

En el multipartidismo, compartir el poder y mezclar políticas no es traicionar a tus votantes. Es justamente lo contrario, responder a lo que la sociedad demanda. En el multipartidismo, la obligación de los partidos es mezclarse; y el deber de cada partido es usar la fuerza que le han dado los votantes para influir en las decisiones, tratar siempre de llevar sus propuestas a la práctica, se siente o no en el banco azul.

En el multipartidismo, pactar no contamina. Lo que contamina es lo contrario: negarse a negociar, poner vetos y tirar rayas rojas, preferir el bloqueo a la transacción y la pureza de sangre a la mezcla de especies. La política en un entorno multipartidista consiste en mantener siempre abiertos los canales de comunicación y diversificar las soluciones.

La versatilidad política es el aceite que engrasa y permite funcionar a un sistema multipartidista. Y en la política española no es que falte versatilidad, es que está mal vista. Los políticos temen que si se muestran versátiles serán penalizados, sin comprender que ha cambiado la dirección del viento y que serán los bloqueadores quienes reciban una merecida represalia social.

Hasta que no aprendamos eso, lo practiquemos con naturalidad y lo incorporemos a nuestros hábitos como una segunda piel, estamos condenados a vivir en el atasco político permanente. Y lo más sorprendente de todo es que a quienes más les está costando adaptarse a esta cultura  es a los partidos autodenominados de la “nueva política”, que en los meses transcurridos desde su entrada en el Parlamento han exhibido un compendio completo de todos los vicios, las mañas y las rigideces del viejo bipartidismo: de tanto combatirlo, quedaron impregnados de su espíritu.