"No me representa" o "todos son iguales" son expresiones que se han convertido en cotidianas en nuestros círculos. De la primera, se ha demostrado que los que la utilizaban con más contundencia (del entorno del 15-M), sólo querían llegar al mismo sitio que cualquier otro: a las instituciones, y de igual forma, a través de las urnas. Hoy, yo podría pensar exactamente igual que ellos antes: cuando no comparto sus políticas, automáticamente no me siento representada. Pero no lo pienso ni lo digo. Porque están legitimados por votos. Tanto o más que cualquier otro. Entre los que utilizan la segunda, los de asimilar a la clase política a una masa uniforme, vemos a personas decepcionadas. Es verdad que no se lo han puesto fácil. Hoy es difícil distinguir políticas. Los viejos esquemas de derecha e izquierda son imprescindibles (no son lo mismo ni lo serán nunca), pero en el juego entran miles de variables más. Y es verdad que los partidos políticos, en general, han sido poco rigurosos en sus promesas y sus actos.

Tampoco es nada sano lo que se transmite últimamente: corrupción, imputados... forma parte de un vocabulario agregado a la política. Y eso no es una parte del todo. Conozco muchos concejales y concejalas de pueblos grandes y pequeños que sacan nieve, ponen sillas por la fiesta mayor y se dejan la piel por sus vecinos. Del mismo modo que tenemos diputados y diputadas que se pelean hasta la saciedad para que exista aquella pequeña partida presupuestaria para una escuela. O eurodiputados que luchan en el anonimato contra gigantes. Y por sus pequeñas victorias o derrotas, muchas veces épicas, no reciben ningún reconocimiento social.

Los viejos esquemas de derecha e izquierda son imprescindibles (no son lo mismo ni lo serán nunca), pero en el juego entran miles de variables más

Y de esta forma nos encontramos ante una cierta banalización del voto. Lo que tendría que ser un acto racional de elección entre valores y ganancias y pérdidas, se ha convertido en un elemento o de castigo o de desidia. Y así nos encontramos con las grandes sorpresas electorales. Trump sólo es uno de los monstruos hijos de esta situación. Votar como mecanismo para perder menos y no como herramienta para ganar. Este es el triste epílogo de los últimos años.

Ante esta situación es necesario sobreponerse y devolver el prestigio a la política. La política, en sus orígenes, servía para cerrar fracturas en la sociedad. Hoy, incapaz de curar heridas, muchas veces las abre antes que cerrarlas. Pero debemos ser honestos: el ser humano no conoce ninguna mejor manera de reequilibrar poderes y autogobernarse que la democracia. Con sus múltiples formas y defectos.

¿Sin política, qué nos queda?

Represtigiar la política recae en una doble responsabilidad: por una parte, en los representantes, y por la otra en los representados. A los primeros se les debe pedir honestidad y transparencia. Y sobre todo, servicio público. Sobreponerse al peso de las élites y de la mano invisible para que la ciudadanía en general entienda y constate que sus intereses prevalecen por encima de todo. Y los representados necesitamos compromiso cívico y social. Participación y crítica constructiva. Y, sobre todo, ajustar las cuentas. Saber que en el viejo esquema los electores somos la patronal de los elegidos y que en cualquier momento los podemos despedir.

La política, hoy deshonrada y vilipendiada, la necesitamos más que nunca. La necesitamos para garantizar la gobernabilidad del mundo y su estabilidad. ¿Porque sin política, qué nos queda?