En una conferencia en el Col·legi de Periodistes el pasado 10 de mayo, el exministro de Asuntos Exteriores José Manuel García-Margallo se confesó. Admitió que ante el 9-N propuso al presidente del gobierno español, Mariano Rajoy, requisar y destruir las urnas que se estaban haciendo en el CIRE, tomar el control de los Mossos durante veinticuatro horas usando el artículo 155 de la Constitución española y abrir, justo después, una reforma de la Constitución. Y explicó que Mariano Rajoy no le compró la idea. Todavía se lo tendremos que agradecer. Su magnanimidad me cautiva. La idea no era mala: destrozo la sociedad civil organizada y la ciudadanía que fueron el alma de la consulta, arrincono al Govern sacándole el poder sobre los Mossos y, ante una Catalunya destrozada, negocio con un país sometido.

Paralelamente, hace meses participé con una delegación oficial de la Generalitat de Catalunya en una cumbre en Stuttgart para hablar de servicios públicos de empleo. Desde el momento que pisamos el aeropuerto, nos empezó a perseguir —que no acompañar— el cónsul del Estado español. En el grupo asistíamos perplejos alcaldes, miembros de patronales, sindicados y el Govern. Íbamos a hablar del acompañamiento de los parados. Todo se convirtió en una persecución de los servicios consulares que intervenían en cada reunión o conferencia dando su opinión, sino contradiciendo a los representantes de la delegación o el Govern. Me sentí perseguida y coaccionada. Como se deben sentir los miembros del Govern de la Generalitat cuando tienen que hacer su acción exterior en la clandestinidad. No quiero mi gobierno engañando y manteniendo su agenda en secreto. El presidente de mi país es libre de ir al Centre Carter. Como también es su obligación acompañar misiones comerciales en el exterior —como la anulada y conjunta con Flandes— e intentar que la economía catalana salga adelante. Si no lo hiciera, haría dejación de sus funciones. La injerencia de la diplomacia española raya la indecencia, pero además limita la capacidad económica de Catalunya. Asfixiados internamente, quieren limitar la ayuda y los negocios en el exterior.

Si una cosa ha hecho Catalunya estos últimos años es debatir. Hablar y dialogar sobre el modelo de energía, telecomunicaciones, modelo laboral y universitario. Sobre FP y transportes. El proyecto soberanista —con el cual se puede estar de acuerdo o no— es una avalancha de propuestas y de intenciones. Es un proyecto sólido y rico que se planta ante los que lo quieren banalizar. Pensado y meditado. Y ante ello, sólo ha encontrado una respuesta, sin matices y muchas veces sin argumentos: No.

Democracia en el siglo XXI no es ir a las urnas cada cuatro años como cree el Sr. Margallo, es tener en cuenta la sociedad civil y sus opiniones

Este proyecto no se puede contestar con negatividades, porque la sociedad catalana se lo ha hecho suyo. Se ha hecho suyo un modelo propio social, económico y político, que es tan rico y diverso y con unos fundamentos tan sólidos que no se puede responder con amenazas y coacciones.

Democracia en el siglo XXI no es ir a las urnas cada cuatro años como cree el Sr. Margallo. Es tener en cuenta la sociedad civil y sus opiniones. Consiste en pensar un país más allá de las sedes ministeriales y de los intereses de las élites. Aquí, en Catalunya, un grupo promotor compuesto de ciudadanos, sindicatos y entidades es capaz de cambiar el modelo de políticas sociales y conseguir una renta garantizada de ciudadanía. Una plataforma ciudadana puede conseguir poner contra las cuerdas a suministradoras eléctricas. Y aquí es donde cada día crece la distancia entre ciudadanos y ciudadanas de Catalunya y el gobierno estatal. La propuesta y las inquietudes de unos, las ganas de vivir mejor, tienen por respuesta un monosílabo.

El Sr. Margallo cree que puede ir iniciando fuegos y que ya se extinguirán cuando se acabe la gasolina. Pero mejor que deje de hacer de pirómano, porque carburante hay para mucho tiempo y al final se quemará.