Soy hija de la inmersión lingüística. Formo parte de una generación que crecimos y nos hicimos los primeros socios del Club Super3. Me hice mayor con Dragui y Tomàtic. Y soy de los miles de niños y niñas que íbamos a las escuelas de barrio de Barcelona que eran cooperativas de padres y madres. Unos progenitores que habían tenido que ponerse manos a la obra para construir escuelas catalanas y laicas para sus hijos.

Muchos os preguntaréis por qué os explico todo eso. Pues lo hago porque es muy importante entender el contexto personal para entender algunas reflexiones.

La escuela catalana y su modelo lingüístico es la punta de lanza de nuestra sociedad. Y eso lo saben tanto el ministro Dastis, como Íñigo Méndez de Vigo como Xavier García Albiol. Por eso mienten deliberadamente. A mí, en la escuela me hicieron leer Benito Pérez Galdós, Cervantes y Quevedo. Al mismo tiempo, también hacíamos lectura de Ramon Llull, Guillem de Cabestany, Benet i Jornet y Maria Barbal. Porque lo que hacían en mi escuela era abrirme universos. El de la literatura catalana, pero también la castellana. Y ojalá lo hubieran hecho con la inglesa y la francesa o la alemana. Porque tengo el cerebro tan grande que me caben todos los mundos, pero también todas las lenguas. Y así, con la gramática, la historia y la geografía complementándose, la escuela catalana me ofreció una manera y forma de ver el mundo.

Aquí nadie odia a nadie. Y si fuera así, eso no es ni culpa ni responsabilidad de la escuela. Mi escuela sí que fue, en cambio, la corresponsable de que hoy pueda ir por el mundo dominando, como mínimo, dos lenguas. No lo puede decir todo el mundo.

Con la gramática, la historia y la geografía complementándose, la escuela catalana me ofreció una manera y forma de ver el mundo

Y mi escuela también me enseñó, y eso es lo que molesta, a ser crítica para desenmascarar a los mentirosos y los impostores. Y los señores Dastis, Méndez y Albiol son tres. Y encima, mentirosos y con muy mala memoria. Porque estos días toca refrescarla. La sede de UGT —qué gran acierto que podamos disfrutarla estos días— acoge una exposición de homenaje a Marta Mata, política, pedagoga y artífice de la escuela pública catalana. Durante su presentación, el martes, se recordó el buen trabajo que esta maestra de maestros hizo, y cómo trabajó como nadie para que ninguna lengua pisara la otra, para que ningún niño o niña pudiera ser separado por ningún motivo, ni por razón económica, social ni de lengua. A ella le debemos, en buena parte, la cohesión social que hemos ido construyendo con tanto éxito gracias a la inmersión lingüística. Y a todos los maestros, a los cuales ahora unos dirigentes irresponsables acusan de ser agentes adoctrinadores.

La escuela siempre ha sido objeto de deseo del fascismo. La República le puso prestigio y el franquismo depuró a los maestros. Ahora vuelta a empezar. Cuando los ciudadanos y ciudadanas discrepan del statu quo y no piensan como ellos creen que tiene que ser, la culpa es de los profesores.

Los problemas de la escuela catalana son otros. Las masificaciones, la llegada de nuevos alumnos con su diversidad, los barracones... y unos maestros que en años de recortes lo han dado todo. Con sueldos disminuidos y pocos recursos, han hecho en muchas ocasiones de nexo de unión entre los problemas de los niños y niñas y las necesidades sociales. Y cada escuela se ha convertido en un pequeño mundo para cada alumno. Un mundo de pensamiento crítico.

Me gustaría que Xavier García Albiol se desgañitara para arreglar todos los problemas de la escuela catalana como lo hace para mentir. Pero no lo hará. Porque como decía Hannah Arendt: "El objetivo de la educación totalitaria nunca ha sido inculcar convicciones, sino destruir la capacidad de formarse".