Este pasado 3 de abril, el mundo conmemoró el Día Internacional contra los Paraísos Fiscales, fecha fijada para recordar el día en que un consorcio periodístico internacional sacó a la luz a los conocidos como papeles de Panamá. Con ellos, el mundo puso nombres y apellidos a lo que todos sabíamos que se practicaba y que no era otra cosa que la evasión fiscal de las grandes corporaciones y multinacionales que con subterfugios perfectamente legales, se ahorran de tributar al país donde realmente generan sus beneficios.

En los papeles de Panamá aparecían muchos nombres: desde grandes corporaciones hasta reyes, artistas y políticos. Por fin la foto quedaba fija y lo que todo el mundo conocía tomaba relevo en forma de nombres y apellidos.

Según una estimación hecha por el propio Parlamento europeo, la evasión fiscal significa una pérdida cada año de 70 billones de euros en las arcas de la Unión Europea, cifra con que se podrían incrementar las inversiones un 16% del PIB. Es decir, que la Unión Europea se podía haber ahorrado asfixiar a los ciudadanos y ciudadanas consagrando la austeridad y el equilibrio fiscal para pagar una deuda, además, ilegítima.

Sabemos que desde Europa se puede hacer mucho más en la lucha contra la evasión impositiva: se puede acabar con el secreto bancario, armonizar el impuesto de sociedades en toda la Unión, y hacer públicas las cuentas de las grandes empresas. Pero esta lucha tiene que ir acompañada de la voluntad política que sitúe el papel inspector de la Agencia Tributaria en el centro neurálgico de las políticas de cualquier Estado. Estas tienen que ser independientes y bien dotadas tanto de personal —el mejor— como de infraestructuras.

Hoy, en el siglo XXI, tenemos nuestra versión moderna de la piratería y el corsarismo: son aquellas corporaciones, personas y multinacionales que operan en los paraísos fiscales

Pero hoy podemos hacer alguna cosa: las administraciones públicas pueden imponer que las cláusulas para la contratación pública veten claramente a aquellas empresas que operan en paraísos fiscales, o bien, como sociedad civil podemos poner nombres y apellidos a estas corporaciones y actuar como consumidores a través de nuestra elección de compra. Hoy, según Intermón-Oxfam, los bancos europeos ganan uno de cada cuatro euros en paraísos fiscales. Y aquí podemos actuar.

En el siglo XVIII los piratas y corsarios surcaban el Mediterráneo, el Caribe y los mares del sur. Los primeros aterrizaban en las naves, robaban el botín y se lo repartían entre ellos. En cambio, los corsarios tenían el permiso de los Estados. Con su patente de corso saqueaban los barcos de otros países con la complicidad y la complacencia de soberanos y gobiernos. Y al final de la aventura buscaban un puerto seguro donde refugiarse de las tormentas. En Europa, esta práctica no se aboliría hasta 1856 con la Declaración de París. Hoy, empresas con nombre y apellido venden aquí, saquean y chupan nuestra sangre con sus negocios, explotando la mano de obra y generando beneficios, para después buscar un puerto seguro en los paraísos fiscales donde repartirse su botín.

Según la Plataforma por una fiscalidad justa, cada año se evade a través de paraísos fiscales el equivalente a la suma de los PIB de Alemania y Gran Bretaña. Mientras tanto, aquí nos escatiman el dinero dedicado a educación o sanidad. Y encima tenemos que oír decir que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades.

Hoy, en el siglo XXI, tenemos nuestra versión moderna de la piratería y el corserismo: son aquellas corporaciones, personas y multinacionales que operan en los paraísos fiscales. Muchos de ellos crean después fundaciones que dan sumas ingentes a la beneficencia. Sinceramente, no hace falta; ni su caridad ni su pretendida buena fe pública. Que tributen y paguen donde toca. Quizás así dejarán de ser los Sir Francis Drake de nuestra era.