Mariano Rajoy, con su ceguera política, ha cometido un error de cálculo de magnitudes estrepitosas. Para mí, el peor. Como bien sabemos, el fiscal en jefe del Estado ha citado a declarar a los más de setecientos alcaldes y alcaldesas que han firmado su compromiso a favor del referéndum del 1 de octubre. Les puede llegar a imputar los delitos de malversación de caudales públicos, desobediencia y prevaricación. Además, ha dictado la orden de que si no se presentan a declarar, los Mossos actuarán como policía judicial y los detendrán.

Esta es la solución que aporta el Gobierno del PP. Mano dura y que los alcaldes sirvan de ejemplo. Pero esta solución se les girará en contra de una manera difícilmente controlable.

Hasta ahora, los imputados o condenados nos caían emocionalmente lejos. Ahora, en cambio, se activan nuevas empatías. Todos sentimos admiración por los miembros de la Mesa del Parlament, por su honestidad. La presidenta del Parlament nos ha demostrado la convicción de una ideología y la firmeza de sus convicciones. Y como voluntaria en una mesa, me siento cooperadora necesaria en los supuestos delitos por el 9-N.

Pero los alcaldes son otra cosa. Al alcalde de mi pueblo, así como a sus concejales, les he visto poner y sacar sillas el día de la Fiesta Mayor, sacar nieve a paladas y correr con las ADF a apagar un fuego en el bosque. A los concejales de mi pueblo, los veo escuchar pacientemente a sus conciudadanos y conciudadanas en la plaza mayor... Y todo el mundo sabe donde vive el alcalde. Todo el mundo llama a su casa a cualquier hora para quejarse o pedirle la ayuda del consistorio. Discrepo con él continuamente sobre el fondo y la forma de cómo gobierna mi Ayuntamiento, pero, en el fondo, es mi alcalde y siempre está.

A los miembros de mi consistorio, les conozco la familia. Conozco a los padres y las madres, y sé que están al mismo tiempo sufriendo pero orgullosos de sus hijos e hijas. Sé quiénes son sus hijos e hijas y les he hecho de canguro. Con ellos comparto grupo casteller y afición al fútbol.

El valor fundamental de un alcalde o alcaldesa es su palabra. Y ellos la han dado: habrá urnas.

Y aquí radica el error. Con ellos no tengo margen de lejanía emocional. Porque sé que, especialmente en los pueblos pequeños, ser alcalde es una vocación. Porque se pierden muchas horas cuadrando presupuestos y haciendo de todo. Porque cada día del mundo, los alcaldes y alcaldesas de los municipios desayunan con sus votantes, se los encuentran en la escuela al recoger a los niños y niñas o bien en el mercado y, como es normal, les exigen explicaciones. Con ellos y ellas no hay barreras.

En el fondo, todos somos humanos. Y tenemos una tendencia natural a sentir empatía hacia el débil. Y mi alcalde seguramente se encuentra en este momento mareado por citaciones judiciales, advertencias y presiones por todos lados. Pero por encima de todo, lo avala su compromiso democrático con los vecinos y vecinas. El valor fundamental de un alcalde o alcaldesa es su palabra. Y ellos la han dado: habrá urnas. No desfallecerán. Muchos no saben cómo asumirán el tsunami antidemocrático que les viene encima. Muchos saben que muy posiblemente serán inhabilitados para presentarse a los próximos comicios. Se juegan su patrimonio personal, pero han decidido hacerse albaceas del mejor de los tesoros del patrimonio que tenemos: la larga tradición republicana de los pueblos y ciudades del país.

Y también tienen un problema los alcaldes y alcaldesas que no facilitarán las urnas. Ellos sufrirán directamente el oprobio o bien tendrán la complicidad de sus conciudadanos, y aquí, la proximidad también tendrá un papel fundamental.

Es la hora de que la ciudadanía les devolvamos las horas invertidas en nuestro bienestar. Ellos, durante esta crisis, han sido el último baluarte de los derechos sociales. Sacando dinero de donde podían para pagar comedores escolares, o bien pagando recibos de luz y gas.

Abrazadlos. Dadles todo el calor humano posible. Que su vara de mando sea el símbolo de la autonomía municipal. Seguramente los vecinos y vecinas sólo los podemos ayudar de la forma más sencilla pero al mismo tiempo humana del mundo: apoyándoles.

Rajoy se ha equivocado. Él vive muy lejos. Como Juncker, Trump o cualquier miembro del TC. Porque cuando tengo un problema, en mi pueblo, mi alcalde siempre está.