Las peores noticias locales que hemos recibido estas últimas semanas tienen que ver con delitos cometidos en manada. En diversos contextos (fiestas, transportes, juegos escolares) hemos visto cómo personas que tal vez de forma individual no habrían sido capaces de cometer tales desmanes, aprovechan su superioridad numérica para hacer daño a quien estando solo, ya era por eso más vulnerable. Y en las actitudes de tales sujetos no incide el origen o condición de los delincuentes, y por lo que hemos visto en el caso del colegio mallorquín en el que sus compañeros patearon a una niña menor que ellos, tampoco la edad hace de frontera para la maldad. Los malos pueden ser de buena o mala familia, de tal o cual edad. Y en el presente, con la difusión que a tales hechos pueden dar las redes sociales, todavía es peor darnos cuenta de que ellos, los malos, disfrutan haciendo a los demás partícipes de su degradación moral. Unos demás, por cierto, que al hacer a su vez difusión de esas conductas, se acercan al autor hasta confundirse con él.

¿Qué explicación pueden dar a esas actitudes quienes habitualmente todo dicen comprenderlo en la delincuencia? Quizás por ser en muchos casos conductas delincuentes que afectan a la integridad física de mujeres, una parte de los siempre comprensivos, dejen de serlo para pertrecharse de conceptos como “conducta patriarcal y machista”, “gesto que se inscribe en la dominación ancestral del hombre sobre la mujer” o “reconducción del paradigma femenino a mero objeto sexual”. Y todo eso podrá ser verdad, como lo son tantas otras conductas repugnantes que por ello y para siempre deberían dejar de ser pasto de justificación socio-criminológica. El mal existe, es transversal a la condición social, y carece de género. Los malos también son malas, y en los demás, con independencia de asumir nuestra condición falible, debe volverse a abrir camino el concepto de responsabilidad. Porque sin asumir que la libertad comporta la responsabilidad por nuestras acciones será imposible que podamos poner coto a las conductas que merecen el rechazo más generalizado.

Quienes se sorprendan de que su desobediencia sea castigada, no serán más que otros ejemplos de imbecilidad, voluntad de manipular, o puro cinismo

En esa responsabilidad en muchos casos va implícita, nos guste o no, una cierta dosis de prudencia: determinados contextos son propicios para que en ellos se cite lo más granado de la degradación humana. Hay que saberlo. Nadie excusará al delincuente, pero el delincuente existe y nada mejor para nuestra indemnidad que ser conscientes de dónde el peligro pasa de ser posible a altamente probable. De ese modo, reivindicaremos también nuestra propia dignidad, porque a riesgo de equivocarnos, dejaremos de ser tratados como tontos o débiles que siempre necesitan protección.

Lo dicho vale también para quien alienta la desobediencia. Sea o no legítima, si es desobediencia es ilegal, y el desobediente y quienes le jaleen deben saberlo. Más que nada para evitarnos después discursos incoherentes o gestos grandilocuentes de sorpresa, que no pueden ser tal en presencia de individuos inteligentes y moralmente auténticos. El resto, quienes se sorprendan de que su desobediencia, heroica o absurda, sea castigada, no serán más que otros tantos ejemplos de imbecilidad, voluntad de manipular, o puro cinismo.