Hay devociones que pueden salir caras. La mía por el cineasta Abbas Kiarostami, que murió el lunes en París con 76 años, aunque no me hizo perder a dos de mis mejores amigos, supuso mi descrédito, a la hora de recomendar películas, y me temo que muchas otras cosas, durante muchos años. Era enero de 1998 y, como muchos, había quedado absolutamente rendido, de manera incondicional, por su filme El sabor de las cerezas (1997), una cinta prodigiosa que se había presentado en nuestro país con el aval de la Palma de Oro del Festival de Cannes. Es cierto que antes ya se había estrenado A través de los olivos (1994) y que había circulado en vídeo, entre ámbitos mucho más reducidos, provocando una reacción de culto, de aquellas que pasan de boca en boca, pero en voz baja, ¿Donde está la casa de mi amigo? (1987). Sin embargo, El sabor de las cerezas supuso su presentación ante el gran público y fue recibida con críticas unánimes y entusiastas. La anécdota de partida era, como siempre en el director iraní, extremadamente simple y, en esta ocasión, además, triste: un hombre solitario se da cuenta de que vivir, para él, ya no tiene sentido, y decide morir, cuando llega a los cincuenta años. Todo el metraje lo sigue en su búsqueda, en coche por las llanuras y montañas iraníes, de alguien dispuesto a enterrarlo y a compartir lo que, para él, constituye un gesto de dignidad y a certificar con compasión su muerte inminente.

El añorado Ángel Fernández-Santos, entonces crítico de El País, ya había saludado a Kiarostami, a raíz de la presentación en Cannes, como “un poeta de la imagen que laboriosamente, día a día, sin recursos, va forjándose un nombre dentro de la más noble leyenda del cine contemporáneo”. Y dedicó en su crónica consideraciones inapelables: “dolorosa metáfora, envuelta en un lirismo de estremecedora belleza”; “una maravilla de cine con presupuesto pobre, pero inmensamente rico en talento e inventiva visual”; y por el tema y la polémica que provocó no sólo en Irán, sino también aquí, donde la opinión pública debatía en aquellos meses el polémico caso clínico y ético de Ramon Sampedro, no dudó en calificar el filme de “dinamita moral”. La crítica acababa con estas palabras: “No creará en los cines las multitudinarias colas que hoy traza el vendedor de hamburguesas Bruce Willis con El quinto elemento, pero alguien, en alguna parte, cuando dentro de unas décadas Willis, Besson y su (es un decir) película sean mondas calaveras de nombre completamente olvidado e irrecordable, seguirá hablando y hablando de Kiarostami y El sabor de las cerezas. No es mucho, pero al menos es algo aquí, entre tanta nada”. Efectivamente, hoy ya nadie duda que Kiarostami no sólo es uno de los cineastas esenciales de nuestro tiempo, sino uno de los creadores que mejor representa la aspiración de la cultura contemporánea a la dignidad moral de las formas y a la formación de una refinada y lúcida sensibilidad estética a la altura de los grandes retos de nuestro tiempo.

Hoy ya nadie duda que Kiarostami no sólo es uno de los cineastas esenciales de nuestro tiempo, sino uno de los creadores que mejor representa la aspiración a la dignidad moral de las formas y a la formación de una refinada y lúcida sensibilidad estética

Por los mismos días, Núria Bou y Xavier Pérez, que en aquella época publicaban en el diario AVUI un imprescindible "Quadern de cinema", escribieron también un artículo memorable sobre este filme de título elocuentísimo, “No se puede vivir sin Kiarostami”, en el que no dudaban en explicitar una filiación que hermanaba a este cineasta con Rossellini, Antonioni o Pasolini ni en calificar el filme como “una turbadora alegoría de raíces kafkianas sobre la precariedad del individuo ante una estructura social llena de opacidad”. Ellos hablaban de su “fe en la vida”, de “la poesía perdurable del instante en cada uno de los contracampos”, de un cine de ficción que entra en contacto con “retazos de realidad cruda”, de “naturalidad estremecedora”, subrayando “un límpido amor a la realidad (y al cine como herramienta capaz de reinventarla)” y hablaban del protagonista, Homayoun Ershai, como “un auténtico Bruno Ganz en versión iraní”.

Yo, que nunca he sido crítico cinematográfico sino un simple aficionado, osé publicar un artículo en El País con el título de “Destellos de belleza y libertad”, y no sólo calificaba la película de “bellísima”, sino que, además, y disculpen la auto-cita, destacaba “los sutilísimos hilos que hermanan estética y moral: el filme, además de muchas otras cosas, es una de las más brillantes realizaciones sobre la imposibilidad de separar belleza moral y libertad estética. Esta es”, decía, “y quizás no la menor, una de las razones de su grandeza”. Mis amigos la fueron a ver a causa de este artículo, y casi me retiraron la palabra, porque no les gustó nada, nada, nada.

Años después, Barcelona tendría el extraordinario privilegio de establecer una cierta intimidad con la obra de Kiarostami, gracias al talento, aquí como en tantas otras cosas, visionario de Jordi Balló, que en el 2004 se inventó un brillantísimo formado expositivo, presentado al CCCB, con el proyecto Erice-Kiarostami. Correspondencias, y, entre 2011 y 2012, la misma genialidad, ampliada a otros cineastas, de Todas las cartas. Correspondencias fílmicas. Se trataba, como seguro que recuerdan, de una aventura de cartas filmadas cruzadas entre cineastas, para ocupar este fascinante lugar intermedio entre las salas de cine y los espacios de exposición, pero supuso sobre todo la irrupción de un nuevo género, nacido de la complicidad y la generosidad de universos creativos en auténtico diálogo. Sin duda, una de las grandes aventuras culturales ideadas, gestadas, impulsadas y producidas desde este pequeño rincón de mundo con una enorme ambición por contribuir a las nuevas formas de la cultura global. Había, detrás del proyecto, o así me gusta verlo a mí, una intuición fulminante: la confianza en el valor creativo de la amistad o, si se quiere formularlo al revés, la esperanza de crear obras compartidas, de altos vuelos estéticos, a partir de la complicidad ética y artística. La participación de Kiarostami en este proyecto no sólo lo hizo posible, sino que garantizó, y con la distancia se puede afirmar sin reservas, otra forma de entender la creatividad ligada a la posibilidad de un espacio compartido de interpelaciones.

Hoy, con la tristeza de la noticia de su muerte prematura, como siempre lo es toda muerte, recuerdo emocionado las palabras de Kiarostami en París en 1995. Unas palabras que, desde entonces, no he dejado ni un año compartir con mis estudiantes: “Creo en un cine que dé más posibilidades y tiempo a sus espectadores. Un cine en medio hacer, un cine inacabado que se pueda completar con el espíritu creativo del espectador [...]. Hay que recordar que una historia tiene que tener agujeros, espacios en blanco, como los huecos de los crucigramas, y que le corresponde al espectador llenarlos. [...] En el próximo siglo de cine, el respeto al espectador como un elemento inteligente y constructivo es inevitable”.

Hoy, cuando ya nadie recuerda a Willis ni El quinto elemento, me gusta pensar que, si mis amigos volvieran a ver El sabor de las cerezas, no sólo les entusiasmaría, sino que se estremecerían hasta la médula. Y es que, cuando el cine de verdad no acaba conformando nuestras vidas, aleccionándolas y modulándolas, a veces la vida, por su parte, acaba por acercarnos a este cine, que, algunas veces, nos ha llegado demasiado pronto.