Era así una vez una princesa indefensa, dependiente, llorona, sumisa y hermosa, a la que había secuestrado un malvado pirata y salvó –esperando pacientemente– un apuesto y valiente príncipe. El relato de esta historia tan didáctica lo ha puesto en circulación la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid, cuyos responsables tuvieron la ocurrencia de evaluar la comprensión lectora de los escolares de cinco años con un texto titulado “El rapto de la princesa”.

Por si fuera poco el contenido esperpéntico de la lectura (y perdóname Valle-Inclán), el encargado de redactarla también debía ser bastante analfabeto (o –eta), porque la obrita en cuestión está colmada de faltas de ortografía y usos propios de la lengua oral como el laísmo y expresiones del tipo “en esto que”.

“El rapto de la princesa” no es más que historia machista y patriarcal sin ambages, que han intentado colar intencionadamente en los pupitres de una generación en la que confiamos extinguir los comportamientos sexistas y la violencia machista. Machismo que asesina cada semana a varias mujeres por parte de hombres que algún día, y perdonadme que lo subraye, también fueron niños.

Jugar a las princesas es peligroso. En las historias tradicionales de princesas y príncipes, las mujeres pasan de manos de sus padres a su pareja en virtud de su belleza, su paciencia y su nulo criterio para tomar decisiones. Una vez cubierta su mayor preocupación vital –ser amadas por el príncipe– se mantienen a la sombra de éste, encerradas en un castillo en el que seguro que hay mazo que limpiar, aburridas como ostras y alimentando su histeria con cotilleos difundidos por las criadas feas, solteronas y amargadas. Mientras, el príncipe acostumbra a hacer cosas importantes de hombres, como enfrentarse a otros para defender su reino o visitar a su madre que, por cierto, odia a la princesa por quitarle el amor de su niño. Además, la princesa también aspira a ser mamá, para atar bien al príncipe y criar nuevas princesas pacientes y príncipes valientes dentro de las estrictas normas del castillo del patriarcado.

Incluso en la vida real, las princesas se convierten en mujeres abnegadas que renuncian a su vida y a su identidad (nombre incluido) en favor del amor del príncipe. En España, la actual reina pasó de ser una periodista en lo mejor de su carrera, independiente económica, emocional y políticamente, para convertirse en la consorte de un señor al que ni siquiera puede alzar la voz en público porque se la tacha de ácrata y revolucionaria. No quiero imaginarme lo penoso que tiene que ser convertirse en una princesa que vive encerrada en una jaula de oro y no puedo entender cómo hay niñas que aspiran a ser princesas. O sí.

En España, la actual reina pasó de ser una periodista en lo mejor de su carrera, independiente económica, emocional y políticamente, para convertirse en la consorte de un señor al que ni siquiera puede alzar la voz en público porque se la tacha de ácrata y revolucionaria

El hecho es que se las educa para que lo sean. Durante la primera infancia (de los 3 a los 6 años) es cuando se forma lo que el psicoanalista Sigmund Freud llamó “el Superyó”, algo así como la conciencia moral de las personas. Los valores, complejos y miedos que van a regir y a censurar nuestras vidas. Muchos padres y madres, pero también educadores, no entienden el peligro real de que a las niñas se les insuflen conceptos como la dependencia emocional, el destino inexorable de la maternidad o ciertos cánones de belleza, cuando todavía se hacen caca en los pañales. La huella es irreversible, y luchar contra esos valores grabados a fuego es un camino lleno de sufrimientos y contradicciones en la vida de muchas mujeres.

El esquema se sigue repitiendo como una maldita pesadilla. A las niñas se les ponen una y otra vez cuentos y películas de princesas, se les regalan bebés que lloran y reclaman sus atenciones de mamá pueril y se les compran muñecas cuyo patrón de belleza fomenta como mínimo, una adicción al Bershka y al tinte rubio, y, bastante peor, baja autoestima y trastornos de la alimentación. A los niños se les dan juguetes relacionados con la violencia y se les sigue pidiendo que no lloren en público porque son hombres, y no niñas.

Os prometo que cada vez que paso un rato viendo cómo interactúan algunos niños y niñas entre ellos, muere un gatito. El otro día tuve que soportarlo de cerca, y disimulé como pude mi indignación. No consigo entender cómo a día de hoy hay adultos que los siguen contaminando con esos discursos sobre la supuesta masculinidad y la feminidad. Se les pide a los chicos que tengan alergia al rosa al punto de que exigen el cambio de juguete si es de ese color. Se les enseñan adjetivos que descalifican a las mujeres como "pesadas" y "tercas" si quieren mandar en los juegos. Y se insiste constantemente en buscarles novio a las niñas cada vez que tienen un amiguito cerca. 

La mayor parte de las mujeres adultas que hoy vivimos en países occidentales hemos sido educadas con estos juegos, y este tipo de comentarios era lo habitual. Se nos han dado muñecas y consejos sobre cómo ser buenas mujeres, se nos ha alentado en la maternidad y en la búsqueda del hombre perfecto bajo el miedo de quedarnos solas para siempre y muy por encima del gusto por nuestras carreras profesionales. Hemos sido mayormente cuidadas por nuestras madres y hemos visto cómo nuestro padre era “el que traía el dinero a casa”. Cada vez que hacemos que las niñas y los niños jueguen con princesas y con príncipes estamos jugando con fuego.

Y nos estamos quemando.