Las primeras 2.500 copias publicadas en Nueva York del Origen de las especies volaron enseguida, y cambiaron la mentalidad de una generación de intelectuales, científicos y políticos que orbitaba en torno a las grandes familias de Boston. Son la generación que inaugurará la era moderna de los Estados Unidos, la era que empezó, un año más tarde, en 1861, con la Guerra Civil y su millón de muertos— incluyendo al 8% de todos los hombres blancos de entre 13 y 43 años. Desde la comodidad del presente, estos dos acontecimientos se ven como una victoria del orden sobre el caos, y produce uno de aquellos placeres morales que nos permiten sentirnos en el lado blanqueado de la historia. Pero si Darwin enseñó alguna cosa a estos intelectuales es que el azar y la incertidumbre prevalecen sobre la dirección. La historia no va a ningún sitio. Contra las apariencias, es la lección que les enseñó también la guerra, aunque la ganaron y pudieron decirse, y hasta hoy, que la hicieron para liberar a los esclavos.

La verdad es que las familias poderosas de Boston eran mayoritariamente racistas y favorables a no tocar las narices a los propietarios de esclavos del Sur, en parte porque el algodón que recogían los esclavos lo tejían las industrias del Norte, y después se volvía a vender en el Sur en forma de producto acabado. Perder el Sur era una catástrofe económica para los industriales, mientras que los obreros temían que con la liberación de los esclavos caerían los sueldos. Temían la secesión más de lo que les asqueaba la esclavitud. Los abolicionistas eran vistos como unos marginales disidentes y antipolíticos, dispuestos a poner en peligro el modus vivendi de la clase industrial y mercantil por unos ideales fanáticos. Es cierto que los biempensantes no querían instaurar la esclavitud en el Norte, pero tampoco querían negros estudiando en Harvard, y creían que más valía ir reformando poco a poco las cosas, de manera tal que con tiempo y paciencia la esclavitud se acabaría disolviendo sola. Es la época en que las mentes que buscaban la moderación crearon el American Colonization Society, dedicada a defender y financiar la idea de que lo mejor que se podía hacer era educar a una generación de negros a fin de que lideraran el retorno a África de todos los esclavos.

De hecho, hasta exactamente el comienzo de la guerra, los ideales unionistas del Norte y los ideales anti-esclavitud se veían como incompatibles y las facciones que los representaban se enfrentaban, incluso violentamente, por la hegemonía del discurso político, en una batalla intelectual que iría ganando intensidad durante toda la década de los 1850s.

Los unionistas eran partidarios de respetar las instituciones del Sur, eso es, la esclavitud, y de aceptar algún tipo de acuerdo con el fin de solucionar los dos grandes conflictos que los dividían: la cuestión de los nuevos territorios conquistados hacia el Oeste —¿tiene que ser permitida la esclavitud?—, y la de los esclavos huidos hacia el Norte —¿se les tiene que detener y retornar a sus propietarios?—. Los abolicionistas tenían una postura clara y granítica respecto de las dos preguntas: no y no. Despreciaban a los unionistas que ponían el interés personal por delante de lo que es correcto, y consideraban cualquier cosa que no fuera la abolición de la esclavitud el equivalente a un pacto con el diablo. Y eso, naturalmente, atizaba el fuego de la secesión del Sur, lo que ya les parecía bien: si tu mano peca, córtatela. La República no podía permitirse seguir condonando el trabajo forzado de una raza. Los unionistas se hacían los escandalizados con la pureza moral de estos fanáticos y buscaban maneras de acomodar las visiones de todo el mundo, por el bien de la industria y el mercado donde vendían los productos.

El héroe de los unionistas de Boston era un político llamado Daniel Webster, quien defendió en el Senado la virtud de la unión por encima del vicio de la secesión en un famoso discurso que abriría la puerta al "compromiso de 1850". Este 'compromiso' arregló las dos cuestiones conflictivas a favor de los estados del Sur. En particular, la Fugitive Slave Law de 1850 no sólo insistía en que la propiedad de un esclavo no se perdía cuando un fugitivo cruzaba la frontera entre un estado esclavista y uno de no esclavista, —cosa vigente desde finales del XVIII- sino que convertía la detención y retorno del fugitivo en una obligación del gobierno federal, de manera tal que los esclavistas podían exigir la cooperación de los marshals y los jueces federales para recuperar a los esclavos, ignorando las autoridades locales y las Liberty Laws de los estados del Norte. Esta fue la ley que radicalizó al Norte, no porque creyeran que era un peligro para la libertad de los negros fugitivos del Sur, sino porque creían que ponía en peligro la libertad de los blancos del Norte. Así, empezó a aparecer un nuevo tipo de gente: quien se oponía al cumplimiento de la ley sin ser un abolicionista declarado. Este hecho, sin embargo, abrió las compuertas para hacer más poroso el discurso abolicionista y lo sacó de la marginalidad. Claramente, el Sur no era ya sólo un problema moral, sino también un problema político que amenazaba la libertad personal.

El movimiento abolicionista había nacido del impulso de renacimiento religioso llamado "El Segundo Gran Despertar", un movimiento evangélico, injertado de romanticismo, que se extendió por Nueva Inglaterra y el norte del estado de Nueva York entre 1800 y 1840, engendrando todo tipo de grupos, sectas, iglesias y comunidades utópicas, a menudo en defensa de la igualdad de razas y de sexos, entre otros radicalismos, y de la que salieron los mormones, —hoy el grupo religioso conservador más opuesto a Donald Trump. En aquel momento serían el producto del mundo decimonónico del post-Calvinismo: si el Calvinismo desconfiaba del individuo, los post-calvinistas lo ponían en el centro y les preocupaba la autoridad moral de la propia conciencia. Las convicciones lo eran todo. Eran, por lo tanto, anti-institucionales, anti-políticos, y muy radicales.

El líder nominal de los abolicionistas religiosos era un pacifista llamado William Lloyd Garrison, que tenía por costumbre quemar constituciones en público

El líder nominal de los abolicionistas religiosos era un pacifista llamado William Lloyd Garrison, que tenía por costumbre quemar constituciones en público y tenía un diario, el Liberator, que llevaba de subtítulo: "La Constitución de los Estados Unidos es un pacto con la muerte y un acuerdo con el infierno". No eran el tipo de gente que tenía paciencia con los moderados. Según Garrison, "la experiencia de dos siglos ha mostrado que el gradualismo en la teoría es la perpetuidad en la práctica". También había activistas más politizados y más socialmente aceptables, como Wendell Philips, el hijo de un exalcalde de Boston, a quien su familia quiso ingresar en un manicomio por abolicionista; o el impresor Elijah Lovejoy, que fue asesinado a tiros por un grupo de unionistas en 1837 —el fiscal del distrito afirmó que los asesinos eran patriotas. Pero no desfallecieron y poco a poco se fue abriendo la rendija ideológica.

Incluso Ralph Waldo Emerson, el Nietzsche norteamericano, pasó de hablar del asesinato del impresor en términos de ataque a la libertad de prensa, (eso es, de distanciarse de los freaks por miedo de ser parte de un grupo monolítico y gregario), a ser uno de los grandes defensores de la abolición muy poco después. Si bien es cierto que la decantación general venía no por la moralidad de la esclavitud sino por el equilibrio de poderes norte-sur, los acontecimientos y la instransigencia sureña removían conciencias, y como más conflictiva era la relación más corrupta parecía la esclavitud.

En 1854, el fugitivo Anthony Burns fue detenido en Boston y devuelto a su propietario. Los abolicionistas intentaron liberarlo, como habían hecho con otros prisioneros. En el intento —fallido— un agente federal murió, y cuatro líderes abolicionistas fueron detenidos. La imagen del gobierno federal dando apoyo a los esbirros de los esclavistas en medio de una revuelta sangrienta en Boston hizo abrir los ojos a mucha gente. "Fuimos a dormir una noche como conservadores de la vieja escuela, —dijo el hijo de un industrial del textil—, y nos levantamos siendo abolicionistas radicales".

II

Entre los abolicionistas había un chico de quien quiero hablar poco a poco. Tenía un nombre rimbombante, Oliver Wendell Holmes Jr, y un padre médico, poeta, conferenciante, líder civil, y catedrático de Harvard con el mismo nombre. Y unionista. Holmes Jr. representaba la nueva generación de jóvenes brillantes dispuestos a seguir las directrices individualistas y al mismo tiempo morales de Emerson hasta las últimas consecuencias. Románticos hijos de las convicciones. Espiritualismo sin religión. Cree en ti mismo, experimenta la vida, busca la revelación del infinito desde tu yo. Holmes Jr. se involucró en el anti-esclavismo justo en el momento en que el movimiento se volvió violento: finales de los 50s. Un tal John Brown fue el artífice; se convirtió en la metáfora de la guerra que tenía que venir. En 1856 secuestró a cinco colonos esclavistas que se habían instalado en Kansas y les abrió los cráneos con un sable. En 1859 inició la invasión del Sur, entrando en Virginia con 21 hombres para sembrar el caos. Para los moderados y para los sureños, Brown era una pesadilla hecha realidad: un blanco matando para liberar a los negros. Para los abolicionistas, incluido ahora ya sí el mismo Emerson, era un héroe, un santo, el hombre que hizo probar la sangre al antiesclavismo. Lo colgaron.

Homes Jr. hacía de voluntario del servicio de orden de los líderes abolicionistas justo en los meses anteriores a las elecciones de 1860, las que ganó Lincoln gracias al Norte y perdiendo todos los estados del Sur. Los propietarios del Sur cancelaron los pedidos a las fábricas del Norte, hubo rebajas de sueldos y huelgas obreras. En enero, antes de que Lincoln pudiera tomar posesión del cargo, siete estados declararon la independencia individualmente y el Norte se convirtió en un polvorín: unionistas y abolicionistas llegaban a las manos y cuando no, discutían con la peor de las agruras y violencias verbales. Los abolicionistas decían que si el Sur quería marcharse, pues adelante: así ellos podrían proteger a los fugitivos y abolir la esclavitud en los territorios del Oeste. Los unionistas se enfrentaban con la desesperación propia de quién empieza a mear sangre y al mismo tiempo no tiene ni gota porque las maniobras para intentar no alterar los intereses de los clientes y proveedores del Sur no han funcionado.

El 12 de abril de 1860 el Sur bombardeó Fort Sumpter y al día siguiente todo el mundo en el Norte se había puesto de acuerdo de golpe

El 12 de abril el Sur bombardeó Fort Sumpter y al día siguiente todo el mundo en el Norte se había puesto de acuerdo de golpe. La solución que no querían ni unionistas ni abolicionistas los unió: la guerra. El 14 de abril el fuerte se rindió. El 15, Lincoln hizo un llamamiento a voluntarios. El 25, Oliver Wendell Homes Jr. dejó Harvard y se alistó en el 20º regimiento de voluntarios de Massachussetts.

La guerra civil norteamericana causó el mismo tipo de traumas que normalmente atribuimos a la primera y segunda guerras mundiales. Aparte del millón de muertos, la crueldad. Fue una guerra luchada con armas modernas y tácticas premodernas. Las cargas de infantería avanzaban en formación como cuando los mosquetes tenían un alcance de 70 metros, pero ahora contra rifles que te podían matar a 350 metros de distancia. Las carnicerías eran el pan de cada día. La guerra se ganó, en parte, porque al general Grant no le tembló el pulso a la hora de enviar oleada tras oleada de jóvenes unionistas, haciendo de la muerte una contingencia.

Holmes Jr. estuvo tres años en la guerra y lo hirieron tres veces. El primero, en el pecho, le hizo sentir como un héroe en defensa de la justicia. El segundo, en el cuello, le hizo pensar que moriría y se sorprendió a él mismo adaptándose a esta idea con bastante naturalidad: refugiado en una granja, escribió su nombre y rango en un trozo de papel, por si perdía la conciencia, y se concentró en descubrir si en aquella hora funesta sus creencias se mantenían intactas o si mirar a la muerte a la cara le cambiaba la pedantería. Y no, "doy un salto a la oscuridad", escribió que sentía, "y todo está bien, porque está de acuerdo a una ley universal". El papel con el nombre y el rango lo guardó toda la vida, pero la mayoría de los dietarios y correspondencia los destruyó. Cada año, en el aniversario de aquella fecha, bebía un sobrio vaso de vino en memoria de quien no sobrevivió. La tercera herida fue en el pie y pensó, esperanzado, que quizás se lo amputarían y así podría volver a casa. No tuvo esta suerte. En medio de la segunda y la tercera herida fue deshaciéndose poco a poco de todos los entusiasmos. En la correspondencia con su padre se ve cómo el viejo Dr. Holmes se ha convertido en un entusiasta de las ideas liberadoras de la Unión desde el sofá de su casa y riñe a su hijo cuando éste duda, mientras que el hijo va pasando poco a poco de justificarse ante el padre, a enfrentarse y finalmente a detectar el cinismo de fondo.

Holmes Jr. se había alistado desde el fervor de los principios morales, y la guerra no sólo le destruyó las creencias, también la creencia en las creencias

Holmes Jr. se recuperó de las heridas, pero los efectos psicológicos serían permanentes. Se había alistado desde el fervor de sus principios morales, y la guerra no sólo le destruyó las creencias, también la creencia en las creencias. Le hizo encarnar, de la manera más brutal, una idea sobre los límites de las ideas.

Pero esta no fue la única cosa que aprendió en la guerra. No salió siendo un relativista radical ni un nihilista ni un irracionalista ni un cínico. La guerra también le hizo amar a Henry Abbot, otro hijo de familia burguesa de Boston, racista, favorable a la esclavitud y a los intereses del Sur, y a pesar de todo, leal, competente y profesional en los ejércitos del Norte. El mejor soldado del regimiento. Murió hacia el final de la guerra, protegiendo a sus soldados, en medio de una carnicería que Holmes Jr. se ahorró gracias a la disentería. Abbot era el paradigma de muchos jóvenes blancos de Boston, que eran más unionistas que abolicionistas, pero que eran conscientes, sobre todo después de la proclamación de emancipación de los esclavos de Lincoln, que luchaban a favor de la liberación de los negros, aunque les diera asco. Ellos también, durante la guerra, fueron viendo cómo las convicciones se les desgastaban, ya fuera por el absurdo del matar-o-morir o porque vieron el coraje, tan sobrio como desesperado, de los regimientos negros de la Unión en batallas clave.

En cualquier caso, al volver de la guerra, a Homes Jr. no sólo se le habían vuelto las creencias de color mate, también había abandonado el diletantismo y las ansias por la experimentación y el amor universal a la curiosidad generalista del mundo anterior a la guerra, de la filosofía de Emerson y del bienestar provinciano del Boston que se creía el centro del mundo. Salió firme defensor de la profesionalidad, la especialización, la disciplina formal acompañada de un sentido trágico de la vida, una desconfianza hacia las creencias y las ideas fanáticas, y la convicción de que creer una cosa es básicamente tener una razón para actuar, si hace falta hasta morir o matar en última instancia, y que saber eso, te ayuda a ser humilde, más demócrata y menos fanático. La mezcla de estas ideas, aquí mal resumidas, articularían su carrera futura como abogado, filósofo del derecho y finalmente como juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, posición que mantuvo hasta los 90 años, convirtiéndose en uno de los cerebros más influyentes de la historia de la nueva nación nacida de la posguerra. Es el hombre que expandió los significados de las libertades de expresión y que profundizó en la idea del pluralismo norteamericano, tratando de pasar por alto la pregunta sobre el fundamento último de las cosas y centrándose en las consecuencias pragmáticas del choque de las creencias. Este cambio de paradigma, del por qué al para qué, del fundamento a la consecuencia, es el nuevo espacio filosófico inventado en esta América moderna. Lejos de las batallas entre idealistas y positivistas, entre transcendentalistas y empiristas, entre espiritualistas y racionalistas, entre fanáticos y cínicos, estos nuevos pensadores inventaron el pragmatismo: la idea de que toda creencia es una norma para la acción, que todo lo que podemos saber de una concepción son las consecuencias que nos son concebibles, y que la razón es tan indispensable como incapaz y por ello tiene que ser siempre trabajada públicamente porque es, antes que una facultad, una práctica social. Las ideas son, al fin y al cabo herramientas.

III

Una de las gracias del pragmatismo, especialmente Holmes Jr., es que en lugar de buscar la respuesta a las preguntas de siempre, decide cambiar el tema de conversación. Holmes Jr. dijo, célebremente, que la vida de la ley no está en la lógica, sino en la experiencia. Por experiencia, Holmes Jr. quería decir la suma de cosas aprendidas en una cultura. Para algunos racionalistas decimonónicos, decir eso equivale a decir que no hay razón en el mundo, y que todo es una afirmación culturalista y folclórica. Estos pragmatistas, sin embargo, no negaron nunca el papel indispensable de la razón: supieron encarar los límites.

La justicia se encuentra en la tensión entre un logos incierto, temporal y siempre evolucionando hacia un mejor refinamiento, y un demos que acumula, digiere y transmite la experiencia

Decir que la razón tiene límites, no quiere decir que no haya margen para recorrerla, y que recorrer este margen no sea necesario. La lógica puede no ser lo que da la vida a la ley, y eso no significa que no haya lógica entre los imperativos que la ley necesita cumplir. Holmes Jr., por ejemplo, fue uno de los grandes propularizadores de la idea de "el hombre razonable", basado en la posibilidad de cuantificar los márgenes que cada época y lugar ofrece a los hombres corrientes, a partir del discurso público, la estadística y la probabilidad de calcular que una acción sea causa de unas consecuencias determinadas. Es decir: las ciencias sociales cuantitativas. Todo ello es mucho siglo XIX, aplicar al caos de interacciones sociales el intento ordenador que Darwin había aplicado al remolino de la naturaleza, sin negar el azar y la incertidumbre. Pero tiene la virtud de no renunciar a la comprensión histórica y cultural que da contenido a esta experiencia; la resistencia a hacer de la vida un caparazón abstracto en el que cada uno pueda tirar sus prejuicios e imponerlos a los otros. La justicia se encuentra en la tensión entre un logos incierto, temporal y siempre evolucionando hacia un mejor refinamiento, y un demos que acumula, digiere y transmite la experiencia. Uno y otro se entrelazan en las prácticas sociales de las sociedades abiertas y se convierten en promiscuos con otras lógicas y otras experiencias.

Estos filósofos se enfrentaron en una época en que la incertidumbre era la única norma, sobre todo individualmente. Cargaron con la sensación de que el hombre solo, en uso de su razón e intentando tener experiencias, es sólo un conjunto de errores casi imposibles de reparar. Un conjunto que denominamos creencia. Claro que quedarse aquí, como han hecho y hacen muchos subjetivistas, y muchos culturalistas, y muchos folcloristas, sólo intercambia un problema por otro. ¿Cómo salimos de la creencia, de la cultura local, del yo?

La herramienta que descubrieron estos pragmatistas es justamente la comprensión de la razón como una práctica social que rompe la soledad, y no como un fundamento para enfriar la humanidad. El hombre solo es sólo un embrollo de incertidumbre, pero al igual que pasa con la probabilidad o la comprensión de la evolución de las especies, en el agregado de muchas razones, de muchas perspectivas equivocadas, late el pulso de una verdad lentamente alcanzable. Es por eso que las herramientas racionales, la lógica y el debate arreglado, son esenciales, porque son el único vocabulario al servicio de este agregado. Suena entre muy denso y muy obvio al mismo tiempo, pero es una solución que tiene mucho sentido: ni hay que buscar en el encumbramiento de la razón una atalaya desde la que imponer los propios prejuicios a los otros —como hacen los falsos universalistas de los que hablaba en el último artículo—, ni negar las pretensiones totalitarias de estos falsos universalistas nos vierte a un culturalismo tribal, folclórico y protofascista. El pragmatismo ofrece un espacio desde donde ser consciente de que toda razón es una práctica social que pone en contacto el embrollo subjetivo de las razones privadas con el conjunto de perspectivas que es toda sociedad. El logos es el el vínculo que exige poder ser disidente y poder corregir los propios errores.

Estas ideas no las articuló Holmes Jr. así de limpias y aseadas. Quien se las inventó fue un amigo suyo, también de Boston, Charles S. Peirce. En el próximo artículo, si Apolo nos acompaña, trataré de explicar el contenido filosófico de esta nueva comprensión de la racionalidad y la experiencia a partir de las teorías de Peirce.

Nota:

Este artículo se basa en tres libros, de los que parafrasea, prostituye y traduce trozos; son:

The Metaphysical Club: En Story of Ideas in America, de Louis Menand

Consequences of Pragmatism de Richard Rorty

The Pragmatic Turn de Richard J. Bernstein