A veces se oye vociferar a algún abuelo o a alguna yaya con niños a su cargo que proclama: “Una guerra, una buena guerra, tendrías que pasar y verías como escarmentabas”. No importa la edad o si la anciana persona ha conocido efectivamente alguna guerra o se lo está inventando, ni sé si todos los niños quedan atemorizados con la amenaza o si alguno hay que, en secreto, realmente querría experimentar lo que es una guerra. Buscar las emociones fuertes de la vida. De lo que estoy convencido es del inconfesable y permanente interés entre los adultos por el fenómeno guerrero, por la violencia. En casa, siempre que he montado alguna fiesta o fiestecita se produce el mismo fenómeno: un amigo mío, reportero de guerra, termina arrinconado en un sofá y rodeado de señoras, explicando historias bélicas en mitad de un espeso silencio. Y es que ya somos varias las generaciones que sólo hemos visto la guerra en las películas. Es un hecho históricamente nuevo, un fenómeno extraño para los humanos de nuestras latitudes. Sólo vivimos la violencia cuando se produce un asesinato doméstico o algún episodio aislado de terrorismo. El del caballo rojo, el segundo jinete del Apocalipsis, cuando galopa, lo hace ahora en horizontes lejanos, en Siria o en el África negra.

Ayer, sin embargo, 19 de junio de 2017, conocimos una terrible novedad. Ya ha aparecido terrorismo del otro lado, ya tenemos violencia espontánea contra el islamismo y ya hemos llegado a un estadio de delirio superior. Ahora los automóviles asesinos circulan en ambas direcciones y la estupidez humana progresa adecuadamente y a todo gas. Ya tenemos aquí una nueva forma de enfrentamiento, de guerra. Como se interroga el célebre chiste “¿Por qué tendríamos que dialogar si podemos ir a hostias?” Mister Darren Osborne, al volante de una furgoneta y gritando “mataré a todos los musulmanes” arrolló a varias personas a la salida de una mezquita de Londres, mató a una e hirió a ocho. Como en Historia de dos ciudades de Charles Dickens, el contrapunto en París no se hizo esperar y un conductor armado estrelló su automóvil contra un furgón de la gendarmería en los Campos Elíseos. El ser humano, subido a un transporte motorizado de cuatro ruedas, puede verse a sí mismo como un caballero andante, a veces incluso provisto de alguna pegatina como distintivo heráldico. Velocidad temeraria, ideales suicidas y vengativos nunca nos faltarán. Antes de que las nuevas tecnologías nos obliguen a movernos en coches gobernados por ordenador, algunos conductores exhiben su particular forma de entender la libertad individual. El pasado día 13 de junio un mecánico enfurecido precipitó en el puerto de Arenys un Mercedes negro propiedad de un cliente que no le pagaba. De la venganza al terrorismo puede haber sólo una pequeña distancia automovilística.

Diría que los terroristas en coche han llegado para quedarse. Quizás siempre han estado ahí y es verdad que algunos accidentes de tráfico son, en realidad, suicidios escondidos que se llevan por delante víctimas inocentes en la carretera. Individualmente quizá seamos todos muy buenas personas y muy cuerdas, pero, a ver, hablando con sinceridad, en conjunto, como sociedad, ¿qué es más importante para nosotros, la placidez de la cordura o la pulsión animal que nos lleva a la violencia, a la fascinación por la guerra?