He aquí todo el esplendor de la Edad Media catalana, todos los misterios, todos los secretos —la belleza siempre es un secreto— contenidos en la nueva pintura que ha adquirido el Museu Nacional d’Art de Catalunya, La decapitación de san Baudilio , de Lluís Dalmau. Sí, debió aturdir las cabecillas de los que la miraban y remiraban, incrédulos y boquiabiertos, rodeada de velas que ardían altas, perfumada de incienso, decorada con voces blancas, allí arriba, como imagen superior del retablo mayor de la iglesia parroquial de Sant Boi de Llobregat. Reinaba nuestro señor Don Alfonso el Magnánimo pero, exactamente como ocurre ahora, los niños, los jóvenes, fueron los primeros en darse cuenta de la nueva forma, arriesgada, excepcional de la gran pintura. Se pasan las horas muertas contemplando el prodigio, del mismo modo que hoy están ante el ordenador y el televisor. Del mismo modo que se llenan los ojos con la rica calidad de los tejidos, con la moda, con el relieve de las formas, como si fueran casi de Versace, y las imágenes casi de Tarantino, con toda la sangre pintada que brota y que reclama el drama verdadero de una religión verdadera. Y también con todo el oro resplandeciente de una auténtica historia de amor y de muerte, de poder y de querencia, de vida pintada, representada, atrapada, como por encanto, como en un suspiro, como en una ficción que dirías que es exactamente como la verdad. Del placer en la representación, del gozo por el simulacro, hablan durante aquellos años los Estramps, del moro catalán Jordi de Sant Jordi, el más sutil, el más extraordinario músico y poeta.

El Maestro Lluís Dalmau ha hecho un viaje de estudios a Flandes enviado por el señor rey, y de lo que ha aprendido en tierras de comerciantes de paños y suntuosidades nos deja esta pintura del tormento de san Baudilio, descabezado con un hacha según la tradición cristiana originaria de Nimes, allí en casa del occitano, donde están nuestros primos de más arriba. Tiene el arma del crimen a su izquierda, en el lado del mal, en manos de un semihumano feroz y peludo, de un verdugo primitivo que ya no se exalta ni se refocila porque la ha armado bien gorda. El monarca que hay en mitad de la escena sopesa también cómo debe reaccionar dignamente y es imitado por los soldados, también imitado por los cortesanos. Al decapitar al santo —que no sabían que harían santo ni mártir de la fe— la cabeza de Baudilio el diácono, también conocido como Boi el diácono, sale disparada como un proyectil, y con un peso colosal, impensable, rebota tres veces en la tierra antes de detenerse, agrieta el terreno, agujereando tres ojos que se convierten inmediatamente en tres fuentes de agua pura, clara y santa, tres fuentes donde se amorran los peregrinos, el cojo que no tiene pierna, los que buscan a la divinidad y, naturalmente, los sedientos de toda condición y naturaleza. Un descabezado que, de cabeza, nos invita a tomar para la sed.

De la mano maestra de Dalmau conservábamos otras extraordinarias pinturas dignas de dejar en ellas alguna dioptría. Una de ellas, quizás la más extraordinaria, era el retablo que desde la Edad Media cobijaba la iglesia de Santa María del Mar. Vayan a buscarlo ahora después de que las brigadas revolucionarias le prendieran fuego sin discernir entre la superstición del arte de la superstición de la vida interior. Al menos si lo hubieran vendido, el retablo, hoy lo podríamos contemplar en cualquier museo estadounidense, como ocurre con el extraordinario San Jorge de Bernat Martorell, exiliado hace décadas en el museo de Chicago. Lástima. Este sí que no, no tenemos dinero para recuperarlo.

Decapitació de Sant Baldiri - OK