Con toda solemnidad y ante una extraña mezcla de trabajadores de la Generalitat, cargos públicos, activistas por la independencia y periodistas, se ha producido el último discurso del presidente Puigdemont en la jornada parlamentaria que comenzó ayer a las nueve de la mañana y que ha acabado hoy hacia la una y media. Debía comparecer en la enorme sala blanca llamada Auditorio para explicar que se había firmado la convocatoria del referéndum en solemne reunión de todo el Gobierno. Después de dieciséis horas de actividad ininterrumpida, ante personalidades entre las que destacaba en el primer asiento de honor el presidente Mas y junto a los presidentes de la ANC y de Òmnium Cultural, Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, Carles Puigdemont ha dejado ver su cara más sincera, serena, creíble. Ha hablado poco, encadenando algunas ideas favorables a la votación democrática, pero lo ha hecho con una convicción tan creíble y cruda, tan poco halagadora, tan falta de cualquier sentimentalismo o grandilocuencia que no ha sido necesario que hablara mucho. Dicho lo que había que decir, el público se levantó para aplaudir a Puigdemont, sin banderas al viento, sin ningún reproche a los adversarios políticos, sin señalar ningún enemigo externo, sin ningún tipo de ataque a nadie. Sin consignas ni ideologías baratas. El independentismo, después de todos los divorcios entre tantas y tantas familias políticas ha conseguido llegar hasta aquí, llegar a este consenso que haga posible la separación de España. Cuando algunos comparan el independentismo político con el nazismo olvidan que en actos como éste, de formato modesto y prácticamente de consumo interno, es donde menos máscaras se pueden encontrar. No ha habido cánticos ni gritos de condena ni tampoco de alegría. Todo ha sido muy catalán, es decir, aburrido, lamentablemente austero hasta el ridículo, serio, y escasamente festivo. Cuando los aplausos han terminado algunos miembros del público se han ido reuniendo en pequeños grupos de conversación, donde de vez en cuando algunos consejeros abrazaban a colaboradores, a los amigos, a personas que comparten el sentido de la gravedad en esta hora tan grave. Ningún espíritu de superioridad ni de arrogancia, esta es la noticia más importante. Por fin el independentismo en su conjunto ha sido capaz de ponerse de acuerdo y de llevar a toda Cataluña ante la gran pregunta sobre su futuro. Tal vez aprovecharemos esta oportunidad.

Aunque ha habido después más conversaciones en el hemiciclo entre diputados y, singularmente entre el presidente Puigdemont y Xavier García Albiol. Al salir del Palacio de la Ciutadella, noche cerrada y calurosa, me he sentido más estúpido que nunca con mi paraguas, acarreándolo arriba y abajo todo el día. He decidido evitar la zona de los jardines, amenazadores a esa hora. De repente, como un extraño pájaro, una voz embozada a comenzado a hacerse oír: "Es-pa-ña. Es-pa-ña". Reposaba y volvía con buenos pulmones, por lo que le he ido oyendo de vez en cuando, desde el Parlamento hasta la escultura ecuestre del general Prim.

Las palomas la habían saboteado con notoria dedicación. La voz ha vuelto: "Es-pa-ña. Es-pa-ña". Ha sido entonces cuando he tenido que abrir el paraguas porque ha empezado a llover con una violencia natural, mal retenida, imprevisible. La voz reivindicativa se ha perdido definitivamente bajo el aguacero.