Que no, que no sabéis lo que es la vergüenza ni la decencia. Toda esta manifestación del sábado, toda esta comedia contra el atentado islamista de la Rambla que más que atentado parecía accidente, un simple resbalón, como si nadie lo hubiera provocado, como si no tuviera más culpables que el rey de España que mercadea con armas, que ya lo llevaba escrito de casa David Minoves, ese amigo entrañable del tercer mundo e incluso del segundo. Que no. Que incluso había pancartas contra la islamofobia, como si los terroristas fueran señores islamófobos en lugar de islamistas y los dieciséis muertos fueran de la religión de Mahoma y no gente de los otros. Que lo habéis manipulado porque os han querido manipular. Eso es verdad pero no basta. Está muy bien que sembréis la ciudad de banderas independentistas con la estrella solitaria, radiante, blanca de tan pura, hasta llenar el horizonte si es necesario, pero sin jugar con el terrorismo, con la vida y con la muerte. Mientras el mayor Josep Lluís Trapero, nuestro héroe, nuestro Mosso, no estaba por tonterías y trabajaba para protegernos, sin entregarse a la molicie ni a la secreción lagrimal o la tontería, vosotros haciendo de las vuestras, incansables. La alcaldesa Colau sonreía a la cámara como si fuera carnaval, llenando el aire de palabras falsas como ‘proactivo’, proclamando la excelencia ética de Barcelona, nuestra superioridad moral. Sin vergüenza os habéis puesto a competir en bondad, a exhibiros como los y las mejores personas del planeta, a disfrazaros como los más tolerantes, los más dialogantes, los más simpáticos y empáticos, hasta tal punto que algunos de vosotros ya os excedíais en vuestra comprensiva mirada hacia el terrorismo, con vuestra manera de contemporizar que casi se diría que en la próxima ocasión –hay más días que longanizas halal– vosotros también colaboraréis en el próximo asesinato en masa, como un gesto de buena voluntad y de diálogo fecundo e ininterrumpido con otras maneras multiculturales de ver las cosas desde una posición multialternativa y polivalente. Estáis tan contentos de hacer ver que sois como no sois, de soñar tortillas de muchos huevos, de ofrecer diálogo a los que quieren matarnos que habéis conseguido embadurnarnos a todos de buenismo irreal, de cursilería grasienta, de sentimentalismo vacío, de impostura. De ideología. Una señora, una chica, me decía ayer por Twitter que no era justo que hubiera criticado en el artículo del sábado aquel Doraemon de peluche, los demás animales de peluche, ya que tal vez –subrayó el ‘tal vez’– había sido un niño quien en su infinita bondad había tenido aquel extraordinario gesto humano. ¿Qué mal hay en ello?, preguntaba. Anoche Pisarello comenzó a hacer limpieza en todo aquel delirio de velas, velitas, poemas, peluches, proclamas y otras tonterías. Os diré el mal que hay en todo eso, es bien sencillo. El mal de todo ese circo es que es mentira, de arriba a abajo.

Dejad de banalizar el terrorismo. El género humano no es como decís a todas horas ni los catalanes o los barceloneses estamos hechos de mel i mató. Dejad de ver las exigencias de la vida como una catástrofe. Y admitamos que no sabemos hacer el duelo en una sociedad que ha decidido ocultar a la muerte y a viejos, que está fascinada por el éxito. Vuestra falsedad no se esconde contestándome las enormidades que os delatan, que os desnudan, tan cortos de ética como de buenas maneras con el discrepante. Además, dejadme que os diga, amigos independentistas, queridos compatriotas, contemporáneos todos, que este sentimentalismo exagerado y soso es poco catalán. La exhibición de la mala conciencia moral no sólo no engaña a nadie sino que nos aleja de nuestros antepasados, de la formas tradicionales del comportamiento catalán clásico. De las formas de vida ancestrales catalanas fundamentadas en la modestia, el buen comportamiento, la prudencia y el pudor verbal. En el célebre seny. Como dice Georges Brassens sobre los lenguadocianos, primos hermanos nuestros y que para el caso somos lo mismo, “es lo mismo enseñar el corazón que el culo”. Tampoco tendríamos que volver a los extremos de Àngel Guimerà que le devolvió el único beso que su madre le había dado, de niño, cuando la tuvo que enterrar. Sólo con recuperar por internet alguna entrevista con Donald Trump y observarla un buen rato veremos pronto que la sinceridad desatada tiene también sus inconvenientes.