De mis años vividos domésticamente en Francia, de todos los maravillosos viajes que por la fuerza he realizado, o soñado que he hecho, conservo como un rasgo de idiosincrasia meridional irreductible, como una convicción irrenunciable, la repugnancia sistemática por la moqueta. No quiero entender ni aceptar jamás que algunos aseos de Inglaterra y de París estén tapizados de este tejido que no es sino un pozo de suciedades y de monstruosos insectos que viven al amparo de las calefacciones norteuropeas, de los delirios de grandeza mal entendidos en los pasillos y las cámaras de reposo, de la necesidad de cubrir lo que debe ser descubierto y ventilado con determinación, de decorar con un trompe l’oeil lo que debería ser fumigado sin descanso, salvado si fuera necesario con llamas purificadoras y apocalípticas. Este es el fuego y la furia que le hace falta en verdad a Donald Trump. Si debemos considerar seriamente esta fotografía, tenemos que comprender abiertamente una declaración de guerra, un salvajismo americano, un erróneo supremacismo WASP de la Administración del nuevo presidente. Estos operarios preparando una moqueta azul para la Casa Blanca, con ecos heráldicos de nuevos ricos, recuerda claramente aquel primer error, aquella primera moqueta que, durante la guerra de Independencia, Luis XVI envió a George Washington, para su residencia de Mount Vernon, donde aún se la puede contemplar y oler. ¿Quién ha dicho que América no tiene historia, que es un país sin pasado ni pátina antigua? Si algún día se hace un estudio microbiológico del lugar, todavía encontraremos algún bichito maloliente o uno de sus descendientes que saltó de la casaca de guerra del gran general, del padre de la Libertad americana, aún no completamente higiénico ni admirable. Hoy los lectores me tendrán que perdonar por la brevedad de esta nota. Es verano, hace calor, es tarde y todavía tengo que pasar el mocho enjabonado por el suelo reluciente, de cerámica, que brilla, poderoso, en esta noche tan positiva, tan serena.