Francia, oh dulce Francia, los recortes más drásticos a la altivez de los nobles los hiciste tú con la guillotina. Para que aquella historia de la Revolución se tuviera en cuenta todo se debía rubricar aún con la solemnidad de la sangre. Demasiada sangre, sí. Oh Francia, dulcísima Francia, cuando en los inicios de la democracia moderna, discutías si el soberano era el rey o, en cambio, el pueblo que se había levantado en armas contra su legítimo señor, de hecho, te estabas preguntando acerca de la propiedad privada, estabas discutiendo sobre la propiedad de la tierra, querías saber de quién son las montañas, el aire, el camembert, y el vino de Borgoña, oh Francia, la más dulce de todas. Y fuiste la más lista. Porque querías saber a quién pertenece un país, si a la monarquía o a sus habitantes. La joven América también se preguntaba eso mismo. Y también si la ley se hizo para el hombre o el hombre se hizo para la ley, mientras la afilada guillotina iba descabezando vidas y costumbres, las viejas leyes, los usos y las inercias del pasado. ¿A quién pertenece un campo, una casa, una ciudad o un país entero?

¿De quién es la mella del Pedraforca? Para los gobernantes de España, sin lugar a dudas, les pertenece; toda la propiedad, toda la soberanía es de sus administrados españoles. La mella del Pedraforca y, naturalmente, la inmensa riqueza de Barcelona, no nos engañemos. De eso se discute. Para los insurgentes catalanes el colectivo de los habitantes de Catalunya son los únicos y legítimos propietarios. Porque en una sociedad contemporánea y desarrollada ya no vale el derecho de conquista que históricamente regía sobre Catalunya después de la última invasión, la del generalísimo Franco. Porque si Catalunya, cabeza y primer territorio del antiguo reino de Aragón participó, efectivamente, voluntariamente, en la construcción de España en el siglo XVI, así como Portugal, no es menos cierto que toda decisión política debe poder ser reversible si no queremos abandonar el ámbito la historia y penetrar en el territorio de la mitología. No puede ser que no seamos soberanos para marcharnos cuando sí lo fuimos para llegar. ¿Qué valor puede tener la adhesión del pueblo catalán al proyecto español, en forma federal o integral y unitaria, si la independencia es ilegal, perseguida y castigada? ¿Cómo puedo ser partidario de España si no se admite legalmente que no lo sea? ¿Cómo puedo cambiar de opinión si sólo se acepta mi opinión en el sentido español? ¿Qué gestión de la identidad me propone el Estado hoy recentralizado en Madrid cuando la ley me permite cambiar de sexo pero no me permite cambiar de pasaporte? ¿Por qué puedo ser legalmente una mujer y no puedo ser independiente? Si Catalunya fuera un territorio baldío lleno de miseria que costara dinero a España, hace mucho tiempo que sería una nación soberana o habría sido abandonado como el antiguo Sahara español. Lo más lamentable es que, en conjunto, como en el caso de la Revolución francesa contra el rey, más allá de la filosofía política y de las palabras bien sonantes e idealistas, en definitiva, todo es un conflicto de dinero. Nos retienen en España esencialmente por dinero. Eso sí, nos dicen, sin embargo, que los catalanes no pensamos en otra cosa que en eso, que no seamos tan materialistas.

El comportamiento del Gobierno español en Catalunya es abiertamente el de una administración colonial. Porque ignora y no quiere conocer la lengua y la cultura de sus administrados catalanes. Y porque, de hecho, como admitió el presidente Leopoldo Calvo-Sotelo, España quiere asimilar a la cultura catalana y la lengua catalana hasta hacerlas desaparecer, siguiendo el modelo de Francia, de la amarga, venenosa Francia, donde el catalán prácticamente ha desaparecido como lengua viva y de cultura. Véanse el País Valencià y las Illes Balears. Véase Andorra. Basta examinar un mapa de la lengua catalana hoy y podremos constatar que los únicos territorios en los que la lengua y la cultura catalanas no están completamente sentenciadas de muerte, únicamente, hay que subrayarlo, son los territorios donde existe el fenómeno del catalanismo político o del andorranismo. Un catalanismo político que se ha convertido mayoritariamente en independentismo en los últimos años. El conjunto del pueblo catalán quedó completamente desengañado de las posibilidades reales de reforma de España cuando la administración de Rodríguez Zapatero y el cepillo de Alfonso Guerra se mostraban iguales o peores que Aznar o lo que vendría después, Mariano Rajoy. Aquella mentira en forma de Estatuto enmendado quizás no tenía tanta importancia, pero es una opinión que no comparte la mayoría de la sociedad catalana, que es, en definitiva quien se la tragó y no la ha digerido. La insurgencia catalana tiene más posibilidades de victoria que nunca porque hoy ya no tiene nada que perder, porque ya se sabe España de memoria y ha experimentado las fabulosas ventajas de formar parte de ese Estado. Los insurrectos catalanes tienen por primera vez, en muchas décadas, una auténtica fuerza electoral y no piensan desaprovecharla. No sólo por dignidad o por deseo de libertad, no sólo porque únicamente confían en sus propias soluciones políticas, sobre todo porque una Catalunya independiente es una idea todavía limpia, nueva, una ilusión que convoca, un proyecto cultural y político absolutamente inesperado en toda Europa, algo completamente diferente a la queja sistemática y cansina del regionalismo de Jordi Pujol. Este país catalán ya ha intentado históricamente muchas otras soluciones. ¿Por qué no podremos espabilarnos nosotros solos?