El niño de mamá, Emmanuel Macron, será el próximo presidente de Francia y hará exactamente lo mismo que ha hecho François Hollande: nada. Según todas las previsiones —y sin bola de cristal alguna que me ampare— estoy dispuesto a aventurar que Macron será otro fantoche, otro títere, otro gestor de la impotencia de la política ante la auténtica y benéfica gobernanza de los mercados; un presidente tan parecido a Obama como Marine Le Pen se parece a Donald Trump. Hay quien se escandaliza con la dirigente del Frente Nacional pero yo no veo que sea ni más racista que mis amigos franceses, ni más carca que los que se manifestaban violentamente contra los matrimonios homosexuales, ni más demagoga que Mélenchon, el cual acaba de afirmar que no establecerá ningún cordón sanitario en su contra. En Francia los votos del Frente Nacional son como los eructos o los pedos, inaceptables en sociedad, por supuesto, pero que salen de nuestra misma naturaleza, de nuestro mismo cuerpo, del cuerpo social de uno de los primeros países del mundo, el cual acepta en la intimidad lo que juzga hipócritamente inadmisible de puertas afuera. Cuando incluso hay judíos franceses que votan tradicionalmente a Le Pen es que todo es bastante más complejo que una película de buenos y malos. Pensamos que no sólo en Catalunya la clase política dio un golpe de estado contra el resultado de un referéndum ejercido por el pueblo soberano. En Francia se votó contra el Tratado de Roma II de la Unión Europea del 2004 y los políticos del sistema hicieron ver que todo aquello no había sucedido nunca. Que había sido una pesadilla. Que el pueblo, menor de edad, había votado que no pero que, en realidad, quería votar que sí. Exactamente como el Brexit pero al revés.

Más allá de los episodios de mala educación, de las formas informes y de la verbosidad desmedida, si al final ganara Marine Le Pen sería exactamente lo mismo; nada esencial cambiaría 

El fenómeno del Frente Nacional necesita antes que lo analizamos bien antes de indignarnos. De hecho, me atrevería a decir que, más allá de los episodios de mala educación, de las formas informes y de la verbosidad desmedida, si al final ganara Marine Le Pen sería exactamente lo mismo. Nada esencial cambiaría. Está tan demonizada como cualquier otro antisistema, y más allá de las máscaras, la Le Pen es sólo la versión ultranacionalista francesa de Pablo Iglesias. Mientras los de Podemos dicen que sí se puede, que les votemos, que ellos nos lo arreglarán de verdad, veo que por ahora, lo único que ha arreglado Ada Colau es el Ayuntamiento de Barcelona para que continúen gobernando los de siempre , los del PSC-PSUC. Que lo único que ha arreglado CSQP es la supervivencia zombi del catalanismo autonomista del PSUC mientras que todos los catalanistas se han hecho independentistas —con la excepción de Josep Antoni Duran i Lleida que pronunciaba “catalanista” cuando quería decir “sucursalista”—. A la mínima que te despistas ves a los antisistema sistematizados, incapaces de hacer nada más que gesticular y repetir viejos esquemas más falsos que Judas. Que si tenemos que ser solidarios, que si tenemos que ser feministas, que si debemos establecer lazos fraternales con el resto de los pueblos de España. Son como los sermones del cura pidiendo resignación. A mí me cuesta mucho creer que Donald Trump, supuestamente el hombre más poderoso del mundo, tenga que comerse sus palabras, tenga que retroceder y esconder la cabeza ante el imperativo del sistema, reconocer que no hace ni hará lo prometido y que, en cambio, los chicos y chicas de los comuns tengan la capacidad de mejorar nuestra sociedad. ¿De dónde procede esta fantasía? ¿Son superhombres? ¿Son supermujeres? ¿Son simplemente súpers?

En Europa occidental el único movimiento auténticamente de cambio es el independentismo catalán, que va de abajo a arriba. Ya sé que lo que estaba previsto era una revuelta de los pobres contra los ricos en los libros de teoría marxista. Pero resulta que la realidad no va a la universidad y los ciudadanos se sublevan por lo que les da la gana, aunque se les humille. Aunque se les insulte y se les llame nazis, el independentismo va de abajo hacia arriba. O por lo menos así era en el momento de escribir este artículo: iba de la base popular hasta arriba. No se puede descartar que cuando ustedes lo lean mañana, pasado o dentro de unos años el independentismo catalán se haya convertido en un independentismo sin independencia, hecho por cuatro políticos sin convicciones ni ganas de transformar la sociedad, sólo preocupados por estar allí, por calentar la silla. El otro día de Sant Jordi, no me pregunten cómo, acabé sentado en un asiento que había ocupado hacía pocos instantes el vicepresident de la Generalitat de Catalunya y presidente de Esquerra Republicana de Catalunya. Un poco más y me quemo.