En una democracia moderna los que no somos nadie somos los que criticamos, juzgamos e incluso pronosticamos lo que nos espera en este proceso independentista catalán. Y es precisamente porque no somos nadie que, no sólo votamos o dejamos de votar, también nos atrevemos a formarnos, informarnos y entender, desarrollar nuestro criterio individual, interpretar leyes y evaluar sentencias judiciales, valorar actividades políticas y decisiones gubernamentales. No tenemos más fuerza ni más influencia que la de ser parte de la plebe, chusma, populacho, turbamulta, para elaborar la opinión pública y para definir las formas colectivas de pensar y de actuar. Nuestra importancia sólo viene determinada si somos un número bastante mayoritario. Sólo cuando somos muchos más que una clase social, secta, partido o asamblea es cuando podemos llamarnos propiamente pueblo soberano o nación. Y la nación es quien establece la única legitimidad posible y la única legalidad. Por este motivo me resultó bastante gracioso cuando, por ejemplo, el 14 de noviembre del 2005 el presidente de la república francesa, Jacques Chirac, criticaba en un discurso la revuelta de los jóvenes que quemaban coches en el extrarradio de París. “La ley de la República debe ser respetada”, dijo. Sí, señor presidente, tiene razón. Sin olvidar nunca, sin embargo, que la República francesa se legitima, se fundamenta, precisamente en todo lo contrario, en una revolución, es decir, en la subversión del orden establecido y en la desobediencia a la ley. En haber guillotinado, contra su real voluntad, al legítimo soberano de Francia. O cuando, en España, se votó la Ley para la Reforma Política en las Cortes franquistas el 18 de noviembre de 1976. Naturalmente la interpretación de la semántica de las leyes es muy libre, pero no hasta el punto de hacer decir a las palabras lo contrario de lo que dicen. Torcuato Fernández Miranda traicionó la legitimidad del golpe de Estado del 18 de julio de 1936 cuando, por arte de magia jurídica, hizo que de las leyes de una dictadura pudiera salir las de una democracia.

Por ello, los que no somos nadie, podemos ser modestos pero no tan bobos como para ignorar cómo se hacen y deshacen las leyes y cómo se fundamentan las legitimidades. Cualquier Estado de Derecho de cualquier sociedad, el que sea, lo que hace prioritariamente es preservar su particular statu quo. El Estado de Derecho es tan legítimo como inmovilista. Por ello, los antiguos estados del sur de Estados Unidos podían ser simultáneamente una democracia y ser racistas. Por ello, las mujeres no podían votar en Gran Bretaña en la que se convirtió en la primera democracia moderna. Los ejemplos son incontables pero responden en un mismo patrón: la mayoría de las mejoras sociales se han realizado violando gravemente la ley vigente. Ya sean los derechos de las minorías lingüísticas, por la muerte digna, la despenalización de la homosexualidad o los derechos de las mujeres al aborto, sólo se han reconocido después de la violación sistemática de la ley. Sin un rechazo contundente de la ley, el sistema se niega a cambiar, por definición.

Si el independentismo político no consigue realizar el referéndum, ganarlo y proclamar la independencia, entonces las fuerzas españolistas tendrán derecho a gobernar la Generalitat autonómica de la región catalana

Por eso es un error colosal abordar la cuestión de la independencia de Catalunya desde una perspectiva meramente legalista, cuando las leyes están a merced de la voluntad política. Cuando son los políticos, representantes de la soberanía popular los que hacen y deshacen las leyes. Cuando famosos periodistas como Xavier Sardà o Jordi Évole se han significado recientemente como personas de orden —y respetuosas con la ley— están negando el derecho a una parte de la sociedad, al menos a la mitad de sus conciudadanos, al cambio político. Imagino que, siempre favorables a la ley, también estarán en contra de Robin Hood y a favor del sheriff de Nottingham. Sardà, Évole y otros famosos del progresismo parten de la fantasía de la Transición y de su imaginario narrativo. Rechazan cualquier cambio político que no provenga de una revolución socialista, como aseguraba el antifranquismo más ortodoxo y popular, aunque la realidad diaria los desmienta: las revoluciones del mundo moderno son todas identitarias, defienden el derecho a la libre identidad individual y colectiva y no hacen mención a ninguna lucha de clases. Para muchas torturas sufridas por Lluís Maria Xirinacs y por tantos y tantos otros mártires, por mucho respeto que les tengamos, lo cierto es que su sufrimiento no fue determinante en el cambio político posterior a la muerte del general Franco. La democracia de baja calidad de la España de hoy es consecuencia de una concesión de los franquistas a la oposición más moderada. El régimen actual es una modernización de la Unidad de destino en lo universal a través de un pacto preferente con el PSOE. Así, mientras la Transición fue hecha de arriba hacia abajo, el independentismo se ha construido de abajo hacia arriba. Por eso algunos políticos independentistas son tan inconsistentes y el pueblo independentista tan sereno y decidido a emanciparse. Y si con todo esto no fuera suficiente hay que recordar que, últimamente, destacadas personalidades de la izquierda socialista como Xosé Manuel Beiras o David Fernàndez han dejado claro que el referéndum del día 1 de octubre puede hacer infinitamente más por las clases modestas que el tembloroso reformismo PSC y el PSOE.

Si el independentismo político no consigue realizar el referéndum, ganarlo y proclamar la independencia, entonces las fuerzas españolistas, Ciudadanos, PSC, Catalunya Sí que es Pot y el Partido Popular tendrán derecho a gobernar la Generalitat autonómica de la región catalana. La conservadora española Inés Arrimadas probablemente será la primera presidenta de la Generalitat de la historia e imagino que saldrá alguna claque progre diciendo que el gran cambio político es éste, que gobierne una mujer. El absoluto. El gran cambio vendrá entonces, cuando el españolismo se sienta suficientemente reforzado, suficientemente legitimado para expandirse aún más en los territorios de lengua catalana, tanto en los que existe el catalanismo político como en los que no. Se sentirán fuertes para las represalias si nos han derrotado y no podemos marcharnos de España. Los que afirman no querer alimentar al nacionalismo catalán con su voto ¿saben cuántas veces el nacionalismo español se ha alimentado como nunca con las derrotas del catalanismo, vasquismo y galleguismo? ¿Qué monstruo podrías llegar a ser, bella Inés?