Todo está como debe. El mar plácido y refrescante, la tensión entre los gobiernos catalán y español cada día más dura, a punto de estallar y de tragarse por un agujero la democracia de 1978, y muchos veraneantes nuestros, bandera estelada en el cuello o en mano, o en forma de turbante desmedido, o de ceñidor o de complemento, que se disponen a irse de vacaciones. Así es Catalunya y así nos parieron. Se les ve en los aeropuertos, los puertos o en las carreteras, en dirección a Alta Mongolia, los fríos de Bariloche, la ciudad que nunca duerme o los Mares del Sur, con una maleta en la mano y con la otra la sagrada bandera de la independencia, la de las cuatro barras y la estrella solitaria. Y es que se la llevan a todas partes y el otro día unos cafres españoles y abanderados, valiéndose no de la violencia de género sino de la de número, le rompieron la cara a un pobre chico independentista en un festival musical de Croacia. El independentismo catalán se hace cada vez más visible en multitud de escenarios y, ¿por qué no durante las vacaciones? Ya no estamos en los viejos tiempos remotos en que, para entrar de contrabando una estrellada en el Estadi Olímpic, el día de la pitada al Rey, el glorioso día del chaparrón, tuve que presentarme ante los vigilantes ataviado como un directivo del deporte, abrazado a un Cobi de peluche y hablando en lengua española.

Ahora las cosas son diferentes y no sé si las acabo de entender. El día uno de octubre se desencadenará, dicen, la revolución catalana. Estamos ante una inminente revolución pacífica, pero revolución al fin y al cabo. Estamos ante el intento más serio hasta ahora del independentismo político para subvertir la vigente legalidad española con una ola gigante de votantes, de manifestantes, de ciudadanos movilizados —impertérritos frente a las amenazas de todo tipo del Estado Español— y, curiosamente, ya han empezado a desfilar pero sólo para irse de vacaciones. Nos vemos de nuevo en septiembre, compañeros. Lluís Llach se ha largado unos días al Senegal, hala. Si Jaume Sisa se preguntaba en una canción cómo se podía hacer la guerra de Cuba con todo aquel calor está claro que, hoy, nuestra capacidad colectiva para el sufrimiento se ha reducido bastante, que el confort pequeñoburgués es una experiencia irrenunciable para la mayoría y que, con tanto pacifismo, buenrollismo y pedagogía Rosa Sensat, no sé si acabamos de ver la diferencia entre un conflicto radical, como lo es una independencia, y una verbena de verano. Pero como se suele repetir, aquí, nadie, ni ustedes ni yo, hemos realizado ninguna independencia y no tenemos ninguna solución mágica. El camino de la lucha armada, encarnada por ETA en el País Vasco, fue tanto ortodoxo como fracasado. Las independencias que se han producido últimamente en Europa no tienen mucho que ver con nosotros. Cuando los catalanes nos hemos liado a tiros ha sido para perder, siempre. O sea que a lo mejor sí estamos realizando una auténtica revolución, una auténtica revolución burguesa, pero burguesa del siglo XXI, con líderes burgueses, que esto son los niños y niñas de la CUP, ERC y PDeCAT. Un día van a las fiestas de Gràcia y otro a las de Sants, otro día a hacer voluntariado, a salvar ballenas, o a hacer cooperación en África Negra. Y, ¿por qué no? el día uno de octubre conseguirán una movilización ciudadana tal que tendremos una revolución de las sonrisas, una independencia incruenta y definitiva, una experiencia política de primera magnitud con los nuevos valores de estos nuevos burguesitos, unos más a la derecha, los otros más la izquierda pero socialmente indistinguibles. El planteamiento es tan absurdo que hay días que pienso que la independencia sólo puede salir bien. Me presento voluntario para abrazarme y morrearme con los guardias civiles de frontera a ver si por el camino del surrealismo quedan estupefactos.