Ayer el concejal más tatuado de la historia municipal de Barcelona —que se sepa— dijo adiós tras dos extraordinarios años llenos de delirio y fantasía ciudadanas. Debemos hablar preferentemente de su aspecto externo si, por caridad, queremos evitar rastrear en demasía en su pensamiento político. El conductor de autobuses, el activista social y portavoz de la CUP, se despidió de todos en el salón de Carles Pi i Sunyer donde se celebran los plenos, incapaz de cuantificar cuántos votos ha cosechado para los partidos de la derecha, indiferente a las opiniones del pueblo soberano en marcha, del pueblo realmente independiente y libre, del pueblo que vota lo que quiere y que ha decidido votar a la contra y que prefiere el PP o el PDeCAT a un hípster malcarado que lleva el cuerpo decorado con un conjunto de consignas pequeñoburguesas y pasadas de moda, como una momia egipcia, como una imagen de Lladró. No, señores y señoras, no todos en la CUP son como el angélico David Fernández. Josep Garganté, el skin barbudo, aunque se considere a él mismo la encarnación viva de la mala baba comunista, del terror criminal de clase, de la violencia, del resentimiento y de la impotencia gregaria, en realidad es un privilegiado, un nene burgués y obsceno como tantos otros, al amparo de una empresa pública, un arrogante trabajador mimado por el sector público, un pequeño hombre con mala conciencia disfrazado de destructor maligno, de hombre carnicero de cartón piedra que en realidad come vegetariano y tibio, conservador, previsible, limitado, que ha leído tan poco que se ha dejado impresionar por una llamarada y se ha grabado algunas. Porta en el antebrazo un retrato clásico del asesino Ernesto Che Guevara, el artesano de la involución castrista de Cuba. También exhibe el conciliador lema “la rabia puede más que la desesperanza” y las cuatro letras de la palabra española "O-D-I-O” en la cara más exterior de las cuatro falanges de los dedos de la mano. El catalán para jugar al killer se ve que no sirve. Por lo tanto, se puede decir que luce una declaración de principios psicosomática en lugar de una convicción política. Un desequilibrio, una patología. Ni siquiera “el odio a la hiena imperialista” que galvanizaron los más modestos tupamaros de Iberoamérica. Garganté es un disfraz permanentemente de Halloween como Cristóbal Montoro lo hace con el de Drácula, con un pequeño presupuesto, eso sí, encarnando un personaje que vive de acojonar al personal, de hacerse el gallito como lo haría un Jordi Pujol cualquiera.

Ayer, día del adiós, Garganté demostró que sólo sabe hablar a base de lugares comunes, de tópicos gastados, hilvanando los unos con los otros y así dijo que el Ayuntamiento era una institución burguesa

Ayer, día del adiós, Garganté demostró que sólo sabe hablar a base de lugares comunes, de tópicos gastados, hilvanando los unos con los otros y así dijo que el Ayuntamiento era una institución burguesa. Está claro que es una institución burguesa, tan burguesa que nació como una afirmación de la libertad de los burgueses ante la autoridad del poder real. Garganté aburrió a todos repitiendo lo que es sabido, que hay gente que “construye cada día de manera anónima”. Habló de los “enemigos de clase”. Habló de “poner las pilas”. De “continuar en la brecha”. De los “trescientos espartanos y espartanas de TMB”, los Transportes Metropolitanos de Barcelona. De los “luchadores incansables”, de la “sonrisa solidaria”, de los fallecidos que “estarán siempre en nuestro corazón”. Habló de “piquetes” y de “movilizaciones” como si el tiempo no hubiera pasado. En fin, lo que diría cualquier cuñado o cualquier madrina. No consiguió articular nada auténtico, personal, político, nada que no hubiera robado previamente a otro, a muchos otros, que no fuera la caricatura burda de un discurso de izquierda radical.

Hoy la diferencia entre la izquierda y la derecha se establece entre los que viven de su esfuerzo y los que viven sobre la espalda de los demás. Los que creen en la libertad de pensamiento y los que creen en la repetición papagáyica de los misales. La diferencia entre los que creen que la muerte, la destrucción y el odio son generadores de nuevas realidades o, por el contrario, caminos que nos degradan otra vez al estadio primitivo de los hombres que aún no caminaban erguidos, que aún no habían aprendido a mantenerse verticales ni a pensar sin dolor de cabeza.