Desde que, hace dos mil años, asesinaron a César a los pies de una imagen de Pompeyo hay que tener cuidado con las estatuas romanas. Detrás de ellos tienen una pero parece que ni Josep Antoni Duran ni Miquel Iceta reparan en la hornacina del auditorio del Colegio de Abogados. Miren bien la foto. Están más pendientes de sonreir a los demás, de agradar, de quedar bien; por eso en esta fotografía sólo vemos mejillas, carrillos, caras, las exhiben como algunos machos durante la parada nupcial, bien rasuradas, bastante marcadas, abundantes, elásticas, disponibles para sonreír sea cual sea la situación meteorológica. Estas mejillas polivalentes y amaestradas las agitan ante el pueblo soberano porque piensan que el elector lo que realmente busca no son políticos con convicciones idealistas demasiado firmes, ni mucho menos revolucionarias y en modo alguno estridentes. Tanto Miquel Iceta como Josep Antoni Duran i Lleida están convencidos de que, más allá de este enfado pasajero que vivimos, el pueblo catalán prefiere a los políticos con mejillas curtidas, con caras duras, con buenas maneras y ropa cara, distinguidos, hábiles en las formas de cortesía,  capaces de relacionarse íntimamente con los poderosos y los ricos del mundo, políticos que buscan la oportunidad allí donde surja, bien indefinidos y relacionados, equidistantes en todo y comprometidos sólo con la conveniencia. Con el cambio permanente de las circunstancias, de la contingencia de cada día, sería un disparate hacer juramentos imposibles o fijar previamente posiciones como cortapisas. Además, los catalanes (y también las catalanas, porque ambos personajes son políticamente correctos y modulan el lenguaje de acuerdo con las modas de cada momento), nuestro pueblo, en definitiva, es una nación dentro de otra nación de naciones, que tiene sus orígenes más claros en los dependientes de detrás del mostrador, en los comerciantes más serviles y mutantes con el cliente, un colectivo de mercaderes inseguro, pactista, relativista y miedoso. En la fotografía ambos se ríen pero tampoco podríamos decir que se tronchen porque nunca van a exagerar. Tampoco hay que despertar envidias.

Ambos políticos son gente de orden y de buenas maneras: es cosa sabida en todas partes. El mundo está muy bien tal como es. Cuando Duran dirigía la Minoría Catalana en las Cortes —¿se han fijado qué nombre más oportuno, “Minoría” qué nombre tan humilde que reconoce nuestra subordinación? —, en Madrid, que son muy divertidos y graciosos, mucho más que nosotros, la verdad, cuando se referían al pactismo de la antigua Convergència, el comportamiento de lobby que ejercía el grupo, los diputados del gobierno o los de la oposición que solicitaban sus votos, preguntaban: “a ver, ¿a cuanto está hoy el kilo de diputado catalán?”. Y con estas chanzas y otros chistes de catalanes se hacían muy buenos pactos y lo que no son pactos, cuando los catalanes tenían influencia en la carrera de San Jerónimo. Miquel Iceta, por su parte, más de lo mismo. Madrid también fue su principal escuela de la vida. Pasó de ser un modesto concejal del Ayuntamiento de Cornellà a todo un señor director del Departamento de Análisis del Gabinete de la Presidencia del Gobierno. En un suspiro. Gracias también a sus mejillas, a tener las mejores maneras y ningún tipo de resistencia, escrúpulo o sentimentalismo ante la atenta mirada de su maestro, Narcís Serra i Serra, un político astuto, escondido permanentemente detrás de una barba y de unas gafas gruesas; indefinido, indefinible y perfectamente idéntico a su amigo Miquel Roca i Junyent. Sería difícil, por no decir imposible, determinar cuando Duran i Lleida o Miquel Iceta habrán tenido algún tropiezo ideológico. Ni cuál ha sido, más allá, de cuatro vaguedades, su verdadera ideología.

Ya hace tiempo que Miquel Iceta y Duran i Lleida están en relaciones porque han descubierto que tienen sus cosas en común. Están convencidos de que el pueblo catalán en algún momento buscará políticos partidarios de cambiar de opinión, de ser pactistas y dúctiles como la cera caliente, que quieran quedar bien sin ser ni demasiado de derechas ni demasiado de izquierdas, ni demasiado españolistas ni demasiado catalanistas, ni demasiado exaltados ni demasiado muermos, ni demasiado húmedos ni demasiado secos. Algo arregladito para ir tirando. Quedar bien es fundamental y deben demostrar que no han desaparecido del mapa, que están disponibles para cuando la revolución independentista falle. Tiene que fallar como sea. Duran dijo a Iceta que puede liderar un grupo de antiguos convergentes descontentos que se llamará Concòrdia y que, bien mirado, podría hacer de parásito del PSC, como Unió Democràtica hizo durante tantos años de parásito electoral de Convergència. Iceta ve bien la idea porque le gusta el pragmatismo de Duran; ya hemos dicho que tampoco tiene reparos ni con los parásitos ni con nada y, en definitiva, el PSC, a su vez, también podría ser considerado un parásito electoral del PSOE. De tal manera que el PSC podría presentarse a las próximas elecciones autonómicas —no imaginan otras— con un grupo satélite, como lo fueron Ciutadans pel Canvi en tiempos de Pasqual Maragall. Concòrdia es un bello nombre. Pedro Sánchez duda de las consecuencias de juntarse con un personaje tan conocido como Duran y Núria Parlon no quiere ni oír hablar del tema, convencida de lo mal que sentaría en Santa Coloma de Gramanet. Ada Colau es un rival temible que se alimenta de todo lo que el PSC ha tocado y manoseado, precisamente sobrealimentada de ideología.

La estatua romana que hay encima de Duran e Iceta es la de Octavio Augusto, emperador, vencedor de la última guerra civil, legislador fundamental del derecho romano y, con los veteranos jubilados de las legiones IV —Macedónica—, VI —Victoriosa— y X —Gémina— fundador de Barcelona, el núcleo que daría lugar a Cataluña. Ninguno de los dos se ha fijado en la estatua ni en su significado político pero hay que recordar que el imperio de la ley y del orden impuesto por Octavio hizo posible la pervivencia de Roma cinco siglos más. Encarnando la voluntad mayoritaria del pueblo con derechos políticos, recortando el poder de los patricios y actuando en favor de las empobrecidas clases medias. Alea jacta est.