Si miramos detenidamente la imagen de hoy descubriremos una anomalía que ya hace muchos años que resulta habitual, permanente. Cuando se combinan los logotipos de diversas instituciones catalanas —en este caso en ocasión de la Feria del Libro de Varsovia del año pasado—, las arbitrarias divisiones administrativas regionales españolas, la idea de las comunidades autónomas, manipulan nuestro espíritu y nosotros, además, nos dejamos manipular. De este modo, cualquier persona que tenga alguna leve idea de heráldica, escudos, de emblemas, y de diseño contemporáneo, se dará cuenta que cuando juntamos, por ejemplo, el emblema de la Generalitat de Catalunya —el óvalo de oro con los cuatro palos rojos, de gules, enmarcado por ramos de hojas de laurel— junto al emblema del Govern Balear, de repente verá que ha desaparecido el emblema unitario. Lo mismo ocurre si ponemos de lado, para comparar, el emblema de la Generalitat de Catalunya con el emblema de la Generalitat Valenciana. O si miramos, nuevamente, la imagen y comparamos, por ejemplo, el emblema del Ayuntamiento de Barcelona y el escudo del Futbol Club Barcelona: se ha destruido el emblema unitario, la marca distintiva de la catalanidad, lo que popularmente se conoce como las cuatro barras y que, técnicamente, se llama el emblema real. Esos emblemas ya no comparten el origen común de las cuatro barras. Ahora van cada uno por su lado.

Los cuatro palos de gules sobre fondo de oro —o, dicho de manera más comprensible, las cuatro barras rojas sobre fondo amarillo— es un emblema sólo catalán, un distintivo de los más antiguos del mundo, más que milenario. Originariamente servía para identificar a una familia, la familia de los condes de Barcelona y luego reyes de Aragón, la augusta familia a la que pertenecieron tanto el Cap d’Estopa, como Jaime el Conquistador, Pedro el Grande o el desgraciado Jaume de Urgell. Luego, con el nacimiento del catalanismo político, este distintivo real fue adoptado unánimemente como escudo y bandera de Catalunya y, por lo tanto, de nuestro nacionalismo. No es un emblema complicado pero se deben respetar algunas normas. Las barras o palos deben ser cuatro. Deben ser verticales y rojas. El fondo debe ser amarillo. Sólo amarillo. Exclusivamente amarillo. Del mismo modo que la bandera tricolor francesa sólo se identifica con la combinación de azul, blanco y rojo. O la bandera danesa, con una cruz blanca sobre fondo rojo. Son distintivos, emblemas, tan antiguos, con tanta tradición, tan permanentes en el tiempo que, sólo la arrogancia del diseño moderno, del diseño de hace cuatro días, ha podido modificar lo que nadie tiene derecho a modificar ni a cambiar porque nos pertenece a todos. Las cuatro barras son como son y no dependen de los gustos personales. Ni tampoco dependen de que, a la postre, la bandera española actual sea una adaptación, una derivación, una manipulación del emblema de la monarquía catalana.

Cuando la Generalitat de Catalunya sustituye sistemáticamente el fondo de oro por el fondo de plata, está diciendo que se desentiende del emblema real histórico, de la historia compartida con todos los demás escudos, emblemas, distintivos y logotipos que sí incluyen a las cuatro barras catalanas

Cuando la Generalitat de Catalunya, de manera oficial, sustituye sistemáticamente el fondo de oro por el fondo de plata —o cuando el Ayuntamiento de Barcelona hace lo mismo— está diciendo, al menos dos cosas, desde el punto de vista simbólico, y no se es consciente de ello. Primeramente se está diciendo que se desentiende del emblema real histórico, de la historia compartida con todos los demás escudos, emblemas, distintivos y logotipos que sí incluyen a las cuatro barras catalanas, representadas con amarillo y rojo tal como corresponde. Estamos diciendo que el origen del País Valencià y de las Illes Balears no tiene nada que ver con nosotros, con nuestro gobierno político, ya sea un estado independiente o una simple comunidad autónoma. Y, en segundo lugar, nos estamos rebajando públicamente de manera ridícula. Todos los códigos tienen sus normas y, del mismo modo que las medallas de bronce son inferiores a las medallas de plata de las Olimpiadas, en heráldica nunca sustituiremos el oro por la plata, nunca canjearemos el amarillo por el blanco. No sólo porque no tiene nada que ver con Catalunya ni con la catalanidad. También porque es una incomprensible, gratuita manera de disminuirnos.

Naturalmente muchos lectores estarán en su derecho de decir que el emblema del Ayuntamiento de Barcelona, con las cuatro barras con fondo blanco, les gusta más, mucho más, que las cuatro barras con fondo amarillo del escudo del Barça. Aunque esto signifique que el Ayuntamiento deshaga el código semántico con el club de fútbol. Esto es perfectamente posible y legítimo, cada cual tiene sus gustos. Pero es que precisamente se trata de eso, de dejar de lado los gustos personales y de utilizar los logotipos, los emblemas, de acuerdo con sus propias reglas, históricas, inmutables. Quizás la independencia sería una magnífica ocasión para el Ayuntamiento de Barcelona y para la Generalitat de Catalunya y pasar así, como se pasó en los hogares que tenían televisión, del blanco y negro, al auténtico, legítimo color. No manipulemos lo que nos señala Catalunya como milenaria.