A pocas horas del inicio del referéndum por la independencia de Catalunya, muchos nos preguntamos que qué de qué, es decir, hasta dónde llegará la riada a partir del día siguiente del resultado, cuando esta semana entrante los principales gabinetes ministeriales manejarán los cuchillos. Cuando a puerta cerrada empiecen a pasar cosas. Y ya me gustaría poder explicar concretamente cuáles serán esas cosas. La catalana es una revuelta popular incruenta, la primera en la historia que exige algo tan difícil como la independencia de la cuarta región económica de Europa sin ni un muerto, ni una muerta y ni una línea torcida. La estampida es importante porque demuestra, por la vía de los hechos consumados, que la estrategia tradicional de la violencia política, la que consagró ETA en España ya no es eficaz ni legítima y que, a la larga, la simpatía de la opinión pública es la más atómica de todas las bombas y bombonas. Catalunya está recibiendo una atención internacional como nunca había tenido desde el desembarco de Pedro el Grande en Sicilia. Si ese hecho se convirtió en un auténtico terremoto en la política internacional de entonces, la probable independencia de Catalunya provoca una corriente de entusiasmo popular, de fe en el futuro, de euforia política como no se recordaba desde el final de la Segunda Guerra mundial. La inmensa mayoría de la prensa internacional se muestra hoy favorable a la causa de los catalanes precisamente por eso, por su carácter positivo y empático, cívico, democrático, aunque la inercia populachera tenga sus inconvenientes. Aunque nos exija, a veces, tener que transigir ante la excesiva cursilería de algunos ciudadanos y de algunos políticos, a aceptar en algunas manifestaciones la transpiración de sudores tóxicas que, de golpe, nos han peinado la permanente. Sí, por supuesto, la gente apesta. Y molesta y grita. Y resulta insoportable. Cuanto más aristocrático, como más individualista, como más altivo y arrogante sea su interlocutor más claramente verán que se sitúa en contra de la independencia de Catalunya. No es éste un movimiento para sabios, ni para esnobs, ni para elegidos, ni para tiquismiquis. Esto no ha sido un golpe de palacio, ni un golpe de Estado ni es similar a unas oposiciones a registradores de la propiedad. La revuelta de los catalanes es simpática a los medios de comunicación porque que ya mueve más gente que el Barça. Precisamente porque apesta a vida.

A partir del día 2 empezaremos a ver hasta qué punto es cierto que la unanimidad de las otras naciones ningunea en Catalunya. Veremos si Rusia y si Estados Unidos no son los primeros en reconocer la voluntad mayoritaria de los catalanes. Veremos qué hará realmente Hungría y si es verdad que nuestros grandes adversarios, Francia o Alemania, Italia o Irlanda nos rechazan. ¿Es seguro que Portugal no será fraternalmente peninsular? ¿No resulta extraño que Holanda no diga ni pío? ¿De verdad que Japón no alberga simpatías por Cataluña? ¿Es cierto que Gran Bretaña no será, como siempre, enormemente pragmática? Recordemos que cuando las repúblicas bálticas se independizaban de la Unión Soviética uno de los gobiernos más contrarios a la independencia de Estonia fue el de Finlandia. El presidente Manu Koivisto hacía repetidas proclamas contra los pobres estonios desde Helsinki para satisfacer la inquietud de los poderosos vecinos de Rusia. Mientras en público los fineses criticaban duramente el independentismo de Tallin, en secreto, no paraban de ayudarles a través de un discreto organismo de intercambio cultural. El movimiento independentista estonio recibió en pocos meses más de dieciséis millones de euros procedentes de los malvados vecinos que les criticaban con aspereza. Un dinero que les ayudó a conseguir la emancipación nacional. La frialdad de los rusos de repente terminó deshaciéndose y la libre circulación de barcos entre las dos orillas del Báltico se hizo posible. En favor de la libertad se desheló el Báltico. (Continuará)