Estamos viviendo unas semanas convulsas donde Catalunya es quien paga todos los platos rotos: desierto del desgobierno, golpismo, clima social insoportable, prácticamente igual al terrorismo vasco... Eso es una inmensa y propagandística cortina de humo. Lo que se cuece de verdad es la descomposición de un partido, pilar del Estado, como es el PP. El PP está corroído hasta la médula por la corrupción que no para de aflorar día sí y día también.

El (pen)último clavo de este ataúd ha sido remachado al coronar la Fiscalía Anticorrupción a un funcionario del mismo ministerio fiscal que tiene una sociedad –dice, falazmente, que inactiva– en Panamá. Si fuera el guion de una película, hubiera sido rechazado de entrada por inverosímil de cabo a rabo. La falta de reflejos ha sido también protagonista. Antes de hacerlo dimitir el jueves pasado, Rajoy, el fiscal general Maza, su jefe inmediato, y el urdidor de todo, el ministro Catalá, lo alabaron, le mostraron su confianza y lo pusieron por las nubes. Como muestra de la cara del sistema, dado que ha sido una dimisión y no un despido, Moix conservará la máxima categoría –sueldo incluido– de la escala del ministerio fiscal: fiscal de Sala del Tribunal Supremo.

A ver ahora qué nueva hazaña preparan los cerebros que maquinan la operación al asalto de la Justicia. Porque no tenemos que pasar por alto un hecho sin parangón en el mundo occidental: todos los cargos de la justicia –jueces, fiscales y ahora también letrados de la Administración de Justicia (los antiguos secretarios)– que no son de promoción o de ascenso automático se manipulan sin ponerse rojos.

Otros, como las plazas de la Sala de Apelaciones de la Audiencia Nacional o del Tribunal Superior de València, dos de los grandes foros de la corrupción y del abuso de poder, han sido conveniente convocadas. Se trata de chapuzas burocráticas en forma de concursos entre magistrados, bendecidos por la polémica y de recursos gubernativos y judiciales, todavía pendientes, por parte de damnificados. Estos damnificados, siempre con méritos incontestables, acreditados y que no se los deben a nadie ni a ninguna excursión fuera del servicio público de la Justicia, se han visto omitidos porque el Consejo General del Poder Judicial –el brazo sumiso al gobierno central– ha despreciado aquel mandato constitucional –mira por dónde, ¡constitucional!– del artículo 103.3 de la Magna Carta: el acceso a los cargos públicos tiene que ser de acuerdo a los principios de mérito y capacidad.

La mejor vacuna contra la corrupción radica en hacer saber a corruptos y corruptores que no hay impunidad. Igual que nos lanzamos a castigar homicidas, violadores y otros delincuentes violentos hay que hacerlo contra esta lacra

La finalidad de estas maniobras, chapuceras y de legalidad de todo a cien, es resplandecientemente cegadora: intentar desactivar a la mayoría de jueces que, a pesar de todo, no son controlables. El objetivo se centra en aquellos órganos judiciales –o sus superiores-– que resultan incómodos al poder. ¿Por qué? Porque, contra todos los elementos, deshacen el bien tramado muro de impunidad disfrazado de hipócrita combate contra la corrupción y otras fechorías del sistema (público/privado).

La corrupción es bastante evitable –pidámoslo, por ejemplo, a los nórdicos y centroeuropeos– y, en todo caso, es reprensible. La mejor vacuna contra la corrupción radica en hacer saber a corruptos y corruptores que no hay impunidad. Igual que nos lanzamos a castigar homicidas, violadores y otros delincuentes violentos hay que hacerlo contra esta lacra. No llevarlo a cabo –cosa que los corruptos y corruptores perciben y intentan incentivar– hace, como en España –y Catalunya–, que la corrupción se vuelva sistémica.

Cuando esta epidemia cristaliza ya es pandémica. Entonces entramos en la fase de degeneración del sistema. La última fase: su caída. Después de todo, la corrupción tendrá una cosa positiva, con un coste social, económico y político enorme: se desmontará estrepitosamente el bastimento de un sistema que nació frágil, que no se solidificó nunca y que es rapiñado por los suyos.

Así pues, el asedio del Partido Popular a la Justicia, para caparla, se volverá contra el sistema, como el anticuerpo más letal políticamente hablando. Ganado a pulso.