No será hoy ni mañana, pero el régimen del 78, el de la segunda restauración borbónica, va hacia su fin. La corrupción, pero no sólo la corrupción, está poniendo un punto final largo a un régimen que nació con muy buenas expectativas, por más que ahora ponemos la Transición de vuelta y media. Buenas intenciones que se acabaron cuando la izquierda descubrió el poder (es decir, mandar sin control) y la derecha perdió los complejos.

Diríamos que hacia finales de la última década del siglo pasado las dos líneas paralelas finalmente se encontraron y desde entonces, rebozado inicialmente con una burbuja económica de aparente prosperidad nunca vista por estas regiones, el régimen inició una larga pendiente que dura y dura. Tiene la apariencia de, como el Cid, ganar alguna batalla -es decir, de sobrevivir todavía- después de muerto.

No será hoy ni mañana, pero el régimen del 78, el de la segunda restauración borbónica, va hacia su fin

La brutal crisis económica dejó al descubierto la poca viabilidad del régimen. Por una parte, aparecen unos regimientos de políticos patológicamente mentirosos que engañan a diestro y siniestro. Así, la recuperación económica, un mantra agotador, sería una de sus máximas. Pero los datos lo desmienten: las familias españolas son más pobres ahora que en 2007, la pobreza ha subido estratosféricamente, y ha llegado a algunos sectores a superar el 25%. Eso sí, las rentas más altas no sólo no han disminuido, sino que ha ascendido algún peldaño: el número de millonarios en España, con la crisis, se ha incrementado. Los datos domésticos, la microeconomía, no engañan: estos no. Y el ciudadano es lo que percibe. Es muy recomendable la monografía Distribución de la renta, crisis económica y políticas redistributivas de Francisco J. Goerlich Gisbert, Fundación BBVA).

Por otra parte seguimos teniendo un Estado, cuya estructura es autoritaria y poco eficaz. Por muchas, en apariencia, profundas reformas que se han hecho de los aparatos administrativos, la eficacia reina por su ausencia. Por mucho que los funcionarios se empleen –que lo hacen-, cobrando menos y habiéndose reducido el número. Las obras públicas mal planificadas y peor financiadas, las escuelas en barracones, las listas de espera o algunos servicios básicos como las Rodalies dan fe de ello cotidianamente. Si, a modo de ejemplo, se tarda en tren de Barcelona en Puigcerdà lo mismo que cuando se inauguró la línea en 1922, más 3 horas, no se puede decir que la eficacia sea la dominadora del sistema. Eso y el carácter autoritario de una administración pública no diseñada para ciudadanos sino para súbditos, a los que se enfrenta como enemigos.

Con las excepciones personales –gracias a empleados públicos eficaces, amables y educados, que hay y muchos- que se quieran, el sistema de gestión de lo público es, como mínimo, obsoleto y, en buena medida, como vemos cada día, favorecedor de prácticas corruptas, que hoy ya podemos decir que por parte de las cúspides politico-administrativas son sistémicas. Si a ello añadimos una falta de la debida profesionalización en el diseño, prestación y control de las funciones públicas por debajo de los niveles que podemos ver en los estándares europeos, el daño de base no radica sólo en las puertas giratorias para los cargos de más relieve, sino que algunos, más discretos, disponen de gateras por donde rapiñar plazas de grado medio de las administraciones y otros entes públicos que no están reservadas a funcionarios de carrera, sino a aquellos que antes se llamaban recomendados y enchufados. Tenemos una administración con un nivel directivo muy poco profesional y eso se nota. Y no es casual que eso sea así: este sistema deja las puertas abiertas para que el puñado, por lo que se ve, bastante considerable de desaprensivos –a estas alturas más de 1.300 procesados por delitos relativos a la corrupción- dispongan a placer de los bienes públicos como si fueran suyos. Lo cierto, sin embargo, es que deben pensar que sí son suyos.

Seguimos teniendo un Estado cuya estructura es autoritaria y poco eficaz

A un Estado débil, laminado por la crisis, incapaz de dar respuestas satisfactorias a situaciones como la actual a multitud de demandas, para cuya satisfacción los ciudadanos han pagado sus buenos impuestos; a un Estado golpeado por la corrupción, corrupción agravada por los intentos no siempre logrados –gracias a la decencia de los que los sufren- de manipulación de la Justicia, incluido un Ministerio fiscal removido a ojos vista; a un Estado así sólo le faltaba el problema de Catalunya.

Porque Catalunya es un problema eterno de una España débil, que intenta sobreponerse con un dogmatismo sectario y resquebrajado, con una mano de barniz legal. La incapacidad de afrontar las reformas estructurales que España necesita desde hace siglos tiene como consecuencia un debilitamiento de los vínculos sentimentales y que un buen número de catalanes –desconocemos su número exacto porque no dejan contarlos en un referéndum- ya hayan roto con España.

Un buen número de catalanes –desconocemos su número exacto porque no dejan contarlos en un referéndum- ya han roto con España

Esta disidencia, latente históricamente, no se ha sabido gestionar cuando más falta hace: cuando llegan las crisis. La única respuesta de acción, de hacer alguna cosa, fue intentar españolizar a los niños catalanes –los grandes ya los debieron haber dado por imposibles. Como tampoco parece que fuera bien, han seguido tirando del no, no y no. Pero eso tampoco funciona.

¿Cómo sabemos que no funciona esta política escuálida? Es fácil: la crisis no se remonta y la distancia es cada día mayor. Eso demuestra que el régimen del 78, incapaz de superar por las buenas –con democracia, transparencia y generosidad- los enormes problemas que sufre, se enquista en el marianismo más rústico del ni quiero ni puedo. Va hacia el fin.