La semana pasada un excelente artículo, como suele ser, de Berna González Harbour en El País hablaba, a partir de un libro, que no he leído, La vegetariana de Han Kang, del rechazo contemporáneo —¡guerras excluidas!— de la violencia, cosa que lo llevaba a Pamplona en San Fermín y, claro, a los toros. Como toda violencia, los toros van a menos, sostiene, con acierto, el articulista. Y lanza una frase demoledora: "Los toros hoy parecen necesitar defensa judicial". En España.

Esta conclusión, que es muy fácil compartirla, me lleva a otras, estas ya de mi propia cosecha y nada imputables a González Harbour.

En efecto, si uno de los rasgos de la hispanidad, como se quiere que sean los toros, tiene que ser protegido judicialmente, poca entidad tiene este signo de hispanidad o de lo que sea. Si los toros forman parte, lo ha dicho el TC en la sentencia 177/2016, del patrimonio cultural español y, en consecuencia, son indisponibles por las comunidades autónomas, la conclusión es lógica: los rasgos de españolidad se definen legalmente (por leyes y sentencias), no por consenso histórico y cultural.

Mal se va de conciencia nacional cuando los rasgos de esta nacionalidad —la que sea— hace falta que vengan determinados por leyes y sentencias. Quiere decir que estos rasgos o generan poco consenso o son poco o nada aceptados, por un lado. Por otro, que se concibe la cultura como una institución monolítica, prácticamente nada susceptible de evolución y privada de todo dinamismo. Alguien, como siempre en cultura, arbitrariamente ha fijado un canon y eso queda para los siglos de los siglos inamovible.

Como si fueran cadáveres de personas o animales, los cánones sufren un proceso natural, la cuerificación: se vacía el contenido de musculatura, osamenta y humores del cuerpo y la piel se convierte en cuero

Pero es que, además, resulta, que, como el canon es privado de autonomía para evolucionar, para vivir, en una palabra —y vivir significa, también, morir—, se petrifica y queda una sombra grotesca de lo que quizás había sido en el pasado. Es más, para mantener su aparente vigor —el vigor de las piedras— le hace falta la ayuda de lo peor que hay para la evolución de los entes sociales, y por lo tanto, de la sociedad: la ley lo santifica y esclerotiza. Otra consecuencia: la ley no vale para todo, eso aparte.

Entonces, como si fueran cadáveres de personas o animales, los cánones sufren un proceso natural, la cuerificación: se vacía el contenido de musculatura, osamenta y humores del cuerpo y la piel se convierte en cuero (es un proceso natural —a diferencia de la momificación, que es uno artificial—). ¿Qué pasa con esta piel cuerificada?: que es frágil y se rompe. Casi de mirarla se deshace.

Las instituciones sociales y políticas pueden, como decían del Cid, cabalgar después de muertas. Pero a las primeras lanzadas, caen del caballo y se ababó lo que se daba. La prolongación de este tipo de muerte viviente puede durar un tiempo con la ayuda de un derecho muy mal entendido. Es posible, pero es muy pesado e inútil, pues la muerte ya se ha producido y lo que ni la ciencia ni el derecho pueden, cuando menos por ahora, es la resurrección.

Maltratar la Transición desde el principio se ha convertido en un deporte, diría que es un error: sirvió para lo que sirvió, mientras sirvió

Ya desde hace tiempo, la Transición, con sus posibilismos, pactos y miedos, fue una salida bastante civilizada a una situación endemoniadamente complicada, en la cual, todo se tiene que decir, las fuerzas democráticas no tenían tanta fuerza como algunos creen recordar ahora.

Maltratar la Transición desde el principio se ha convertido en un deporte. Diría que es un error. Sirvió para lo que sirvió, mientras sirvió. El tema es otro: hace tiempo, dos lustros a bote pronto, que la Transición está esclerotizada. La defienden, ahora, los que no creyeron en ella e incluso la combatieron.

En este contexto, el principal punto de solución temporal a un eterno problema de los últimos 300 años en España era la cuestión catalana. La cuestión catalana ha pasado de termómetro político a sismógrafo político de enormes dimensiones.

El pacto de la Transición, en el cual las fuerzas políticas catalanas se implicaron de lo lindo, hoy —ya hace un buen tiempo— ha dejado de tener utilidad. Se impone reconocer la nueva realidad, y, por lo tanto, construir nuevos pactos que aporten una configuración diferente de la que actualmente sufrimos.

Pero las comunidades políticas, las naciones, no son como los toros, que se pueden mantener artificiosamente hasta un cierto punto. Las leyes no pueden ahogar una nación y cuerificarla. A diferencia de los toros, las naciones tienen voluntad propia, conciencia y la inteligencia suficiente para superar las vicisitudes. A diferencia de los toros, si quieren cambiar el statu quo, al fin y al cabo, lo cambian. No se cuerifican por muchas leyes que se les tiren encima.