Días atrás, un colega relató una conversación que había sostenido con otros compañeros durante un cóctel después de una sesión de trabajo a la que había asistido en una capital española.

Como suele ser habitual, cuando aparece en un grupo de personas de fuera de Catalunya un catalán es requerido para que dé como una especie de estado de la cuestión. La mayor parte de las veces, el estado de la cuestión que el interlocutor catalán refiere, independentista o no, no acostumbra a cuajar, pues los interlocutores ya tienen, sin conocer el tema de primera mano, una opinión propia. Tienen, en efecto, parti pris, es decir, un prejuicio.

Por lo que relataba mi colega, esta vez no fue muy diferente. Con la excusa de pedirle cómo está la cosa en Catalunya, el capataz de los interlocutores le lanzó que él quería para su hijo una determinada carrera que se hacía en Barcelona y en Londres. Llamó a la universidad en cuestión y le dijeron que las clases estaban programadas en catalán y nada en castellano. Mi conocido intentó precisar diciendo que eso era muy extraño y que contradecía la realidad: son muy pocos los espacios universitarios aquí con el catalán como lengua exclusiva. Es más, los estudios escogidos por el chico eran una de estas titulaciones modernas donde el inglés suele ser muy habitual también en las aulas de la marca hispánica.

Con mi dinero en España, porque Catalunya es España, me tienen que dar clases en castellano 

El padre de la criatura esgrimió dos argumentos en los que, según parece, tenía mucha confianza. El primero, que para estudiar en catalán, prefería más enviar a su hijo a Londres, aunque, finalmente, lo matriculó en Madrid. Parte de los interlocutores se sorprendieron que entre la dicotomía de Barcelona y Londres, Madrid hubiera salido ganadora. El otro argumento era, se diría, el definitivo. Con mi dinero en España, porque Catalunya es España, me han de dar clases en castellano —español supongo que diría el decepcionado padre—. Incluso algún otro interlocutor no catalán le respondió, adelantándose a mi colega, que eso supone dejar de poder utilizar generalmente el catalán tan pronto como aparece un no catalán; la cosa, prosiguió, se podía resolver con buena voluntad y había oído que había cursos de catalán en las unis de por aquí. El interpelado remachó que esta preeminencia del castellano, siempre y en todo momento y lugar, era una muestra de supremacía española.

El padre, aclarada la garganta con tragos de un cava catalán adecuadamente frío, me dice el sufrido interlocutor, puso en marcha el sobado los catalanes os creéis superiores​. ¡Mira por dónde!

La cosa no acabó aquí. Todavía había, por lo visto, buen cava catalán por el medio.  Lo que debéis hacer los catalanes es no iros; si no os gusta Rajoy, a mí tampoco. Hay que luchar por echarlo. Mi compañero dijo que no era un tema de que Rajoy gustara más o menos —que gusta muy poco, añadió—, sino que todos los intentos que desde el catalanismo político se habían desarrollado para hacer una reforma de España para modernizarla y para encontrar un encaje provechoso para ambas partes habían, al fin y al cabo, fracasado.

Pero a santo de qué los catalanes tienen que arreglar España

El último intento, con todos los medios posibles, fue el maragallismo que culmina con el Estatut del 2006, cepillado primero en el Congreso por el jacobinismo de tertulia —eso es cosecha mía, no de mi colega— y jibarizado, después de un referéndum, por un Tribunal Constitucional que se pasó por el arco del triunfo el pacto constituyente, como ha explicado muchas veces el constitucionalista sevillano de primera línea, el profesor Javier Pérez Royo, de dar voz a las naciones no españolas para que no se les impusiera ningún Estatuto que no hubiera sido aprobado por ellas. Conozco la calma, parsimonia, incluso, de mi compañero, gran pedagogo, por lo tanto. Seguro que se empleó en amenas explicaciones. Pues bien, la respuesta que, según me refiere, recibió fue pero a santo de qué los catalanes tienen que arreglar España.

Puede ser que sea un encontronazo casual. Conozco, como he dicho, a mi colega; no conozco a su interlocutor. Sin embargo, el nivel de contracciones argumentales es tan patente que casi resulta risible. Suerte, acabó el catalán atónito, del buen cava catalán, en óptimo estado de temperatura, y unas exquisitas delikatessen. No faltaron, ni mucho menos —generoso anfitrión—, y ayudaron a pasar esta surrealista conversación. Lástima que me perdí la bebida y la comida.