Mediados de los años cincuenta del siglo pasado. Josep Tarradellas es elegido president de la Generalitat y se instala en Saint-Martin-le-Beau, en el centro de Francia. En aquel momento, la Generalitat era él. Y pare usted de contar. Por no haber no había en todo Catalunya ni un triste edificio que simbolizara la institución. Y aquel president en el exilio, escogido por un Parlament tambíen en el exilio, sabía lo que pasaba en el país por lo que le explicaba la poquísima gente que lo iba a ver. O sea, nada.

Año 2017. El president de la Generalitat y parte de su gobierno están en Bruselas acusados de golpistas, sediciosos violentos y de organización criminal. La otra mitad del Govern, incluido el vicepresident, está en prisión, junto con los líderes de las dos entidades de la sociedad civil que han organizado las principales movilizaciones de los últimos años en el país.

A diferencia de hace 60 años, la institución existe, pero está intervenida por los señores 155, que se hacen traducir todos los papeles al español para poder entenderlos. También a diferencia de entonces, el president sabe perfectamente cómo está Catalunya porque está conectado permanentemente a la realidad del país. Sabe lo que se publica y lo que emiten las televisiones. Pero Catalunya no sabe cómo está el president. Este viernes, un equipo de El Nacional fue a Bruselas para entrevistarlo. Y la impresión después de compartir un par de horas con él es que de moral está como siempre, pero está muy enfadado. Sobre todo con las mentiras que él afirma que se publican. Pero antes de desarrollar este estado de ánimo, quizás usted quiere saber cómo funciona el tema de la seguridad del president. Bien, pues por prudencia y para no complicarle excesivamente las cosas al gobierno belga, no puedo darle muchos detalles. Sencillamente le diré que el entorno de Carles Puigdemont le está muy agradecido por su colaboración.

Y, ¿cómo es vida allí? Pues, como por seguridad y por discreción no se pueden ofrecer muchos detalles, la mejor respuesta es un ejemplo cotidiano. Hace unos cuantos días algunos de los consellers iban en un taxi en una de las numerosas reuniones y encuentros diarios. El taxista identificó que hablaban catalán entre ellos y les preguntó: "¿Cómo acabará esto? ¿Los extraditarán?". "No lo sabemos —le respondieron— pero tú podrás decir que nos has llevado". El hombre sonrió, bajó la cabeza y dijo: "Caray, qué honor". Porque en Bélgica, estén o no de acuerdo con la independencia, en general no entienden cómo se ha llegado a esta situación, sencillamente por querer que la gente votara. Ni los taxistas, ni la gente, ni los periodistas de medios de todo el mundo entienden cómo un gobierno puede ser condenado a 30 años de prisión por poner unas urnas. Insisto, independientemente de que quieran o no una España unida, federal, confederal o semipensionista.

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Por lo demás, ahora en la calle todo es más tranquilo. Sobre todo comparado con los primeros días, cuando los canales de TV españoles realizaban persecuciones de consellers como si persiguieran a la Pantoja para preguntarle por la nueva presunta pareja de su hijo. Uno de los consellers me comentó: "Los peores, por pesados, los de La Sexta". ¡Felicidades Ferreras!

Total, que el president nos convocó en un discreto y modesto hotel más o menos céntrico, donde más tarde descubrimos que va de vez en cuando para atender las numerosas entrevistas que le solicitan todo tipo de de medios internacionales. Mientras esperábamos que llegara, tuvimos tiempo para salir a comer (el hotel tiene un bar donde sólo sirven cerveza de barril y cafés). Buscando un lugar para comer alguna cosa, e influidos por el secretismo que nos habían inculcado, nos dedicamos a imaginar quién de los que nos cruzábamos por la calle era agente del CNI. Ganó un chico que me pidió fuego. ¡¡¡A mí!!! ¡¡¡Que hago cara de haber dejado de fumar como mínimo hace 25 años!!!

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Antes de que Marta Lasalas empezara a hacerle la entrevista, y a pesar de tener una agenda muy apretada, pudimos comentar brevemente la jugada. Nos explicó que mucha gente lo reconoce por la calle. Y no sólo catalanes y españoles. Aquel día mismo, un señor en un restaurante había pasado por su lado haciéndole la señal de OK y marchándose sin decir nada más.

Cuando se sentó en el espacio que habían preparado hacía rato entre el cámara Roberto Lázaro y el fotógrafo Sergi Alcàzar, vio la espuma del micro de El Nacional y exclamó: ¡Caray tú, qué nivel!

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Vestía camisa de color azul claro, muy bien planchada, corbata gris y americana azul oscuro. Iba muy bien afeitado, a pesar de ser el mediodía, y se ha cortado el pelo. De una forma un poquito diferente. Instantes después de empezar la entrevista pidió un café. Él, que es muy cafetero y un experto en el tema, no se lo acabó. Bélgica, país del chocolate y la hospitalidad con el gobierno catalán no es el país del café. Después de dejar el brebaje de color negro por imposible optó por el agua. Los tragos eran breves y el vaso volvía a la mesa con mucha suavidad. Más que un aterrizaje era una caricia meticulosa. Algunas preguntas las contestó con un cierto automatismo de quien ya las ha respondido decenas de veces durante los últimos días. Entonces mantenía la cabeza alta y la mirada frontal. Cuando tenía que pensar las respuestas, bajaba ligeramente la cabeza masticando las palabras.

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Anímicamente el president está bien. Se le ve sereno y consciente del momento que le ha tocado vivir. Y lo afronta con todas las consecuencias. No hace cara de cansado. Ni de resignado. No se le nota abatido y mantiene la ironía. Habla con la misma calma de siempre pero, como ya le he explicado, está enfadado. Muy enfadado. Es un cabreo dolido. Hay un par de temas que cuando habla le sale un enfado que es de indignación. Lo he entrevistado y he charlado con él unas cuantas veces, ya cuando era alcalde de Girona, y esta es la vez que he visto más vehemente molesto al hombre tranquilo. Sobre todo hablando de dos temas: de las cargas policiales del 1-O y cuando niega rotundamente que pasara por Marsella antes de llegar a Bruselas, un tema que liga con las mentiras que, según él, no paran con decir los medios de comunicación españoles. En un momento dado, hablando de esta cuestión, hizo una pequeña pausa, apartó el micro a un palmo de él para hacer espacio y apoyó las manos en la mesa. Como queriendo decir: "Mire, ahora le diré yo lo que pienso realmente de este tema". Y si quiere saber que piensa, no se pierda la entrevista de la Lasalas.

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La indignación por la violencia es presidencial y ciudadana y la del episodio marsellés es personal y periodística. Y me detengo en el segundo caso porque es el que había exteriorizado menos hasta ahora. Él, como periodista que ama la profesión, está muy ofendido por esta avalancha de eso que ahora le llaman fake news y que toda la vida le habíamos llamado mentiras. No las soporta. Y se le nota mucho. El problema es que no explica su versión de los hechos. Y en este mundo de posverdad, donde de lo que se trata es de combatir la verdad creando tu propio relato paralelo, si tú denuncias que el otro bando miente, tienes que ofrecer tu versión porque si no, el relato que queda es el otro, por incomparecencia del tuyo.

Cuando llevábamos una media hora de entrevista y salió el tema del día después de las elecciones, cruzó la pierna derecha por encima de la izquierda y giró ligeramente el cuerpo también hacia su derecha, como si adoptara una postura más cómoda y relajada. En general noté que en el tono general de las respuestas se acentuaba una visión más periodística que política a la hora de analizar las situaciones.

Por detrás del espacio donde estábamos, y de cara a él, de vez en cuando pasaban clientes del hotel en dirección a unos ascensores y a una escalera lateral. Todos miraban interesados quién era aquel señor a quien le hacían fotos y lo grababan en vídeo. Uno de ellos, al ver quién era hizo cara de "este señor me suena". Se detuvo a mi lado y me preguntó al oído y en inglés si era "Purdemont". Al confirmárselo, subió tres peldaños de la escalera, se giró y se hizo una selfie con el president detrás suyo a unos 6 metros. Le pregunté de dónde era y me dijo que alemán y que lo conoce porque lo ha visto a menudo en los informativos de su país.

Después de una hora larga de conversación, de hacerle algunas fotos más y de grabarle cuatro preguntas más personales, el president se fue con una cierta prisa hacia una reunión que tenía "con mucha gente" y "a una hora en coche" de donde estábamos.

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Antes de empujar la puerta de salida, se giró, nos miró y dijo: "Cuidaos mucho". En aquel momento, el tímido sol que había aparecido en algunos momentos del día había dejado paso a una persistente lluvia.

Horas después, en el avión de vuelta, y mientras un servidor ya ocupaba el asiento 18A, pasó un señor por el pasillo en dirección a su sitio. Un señor al cual no tengo el gusto de conocer. Cuando llegó a mi altura, me miró y, en catalán, me dijo: "¿Qué tal el president?". Yo, como disimulando por aquello que le he comentado de la seguridad y la discreción, le respondí: "¿Qué president?". "President sólo hay uno y está aquí", remató en plancha.

Pues sí, es el president que ahora mismo no puede subir ni en aquel avión ni en ningún otro, sobre quien sobrevuelan 30 años de prisión y que tiene la mitad de los consellers con los que se reunía cada martes en Palau en una cárcel de las afueras muy de las afueras de Madrid. Por poner unas urnas.