La adaptación cinematográfica de Incerta Glòria me ha hecho pensar en un guion que Toni Babia me mandó hace unos años, justo cuando se empezaba a hablar de llevar la novela de Joan Sales a la pantalla. Babia ya me dijo, en el correo que llevaba adjunto al texto, que temblaba sólo de pensar "qué harían con el libro de Sales". Recuerdo que, con más fatalismo que esperanza, me preguntaba si podía hacer llegar su adaptación a Isona Passola, que entonces venía de recoger elogios por Pa Negre.

Mientras miraba el filme de Agustí Villaronga no podía dejar de pensar en aquel guion y en el bueno de Babia. "Ya verás -me dijo- como en vez de aprovecharlo para explicar una historia épica, acabarán haciendo una película sórdida y pacifista que no moleste a los periodistas y los políticos". Ahora se ve que Babia tenía más razón que un santo. El guion que me envió no sólo era mucho mejor que el lamentable drama rural que Villaronga se ha ingeniado. También era más fiel al espíritu original de la obra.

Cuando vendió los derechos de la novela, la editora Maria Bohigas declaró que su abuelo era el escritor catalán del siglo XX que la había hecho reir más. Aunque está escrita desde un hondísimo desconsuelo, Incerta Glòria es una novela de un humor finísimo. Sales era un hombre derrotado, no sólo porque había perdido la Guerra, sino también porque la dictadura le carcomió esta esperanza instintiva que todo individuo necesita para hacer respetar su mundo. Sales sólo podía ser un resistente, pero en el libro supo embellecer el desconsuelo de un humor y una ternura casi divina.

Incerta Glòria es una novela que engaña porque pide al lector que contemple el misterio de la vida con generosidad, sin proyectar sus miedos y melancolías. Por eso en este país hay tanta gente que la acaba utilizando para justificar sus rendiciones precipitadas de manera torpe. Cuando Francesc Canosa hizo el primer documental sobre el escritor, ya lamenté que Sales sirviera para hacer productos de nación ruralizada y moribunda, con aquellas músicas tétricas, aquella estética barroca y el trascendentalismo amuermado y morboso de la gente que se escucha cuando habla.

Supongo que era de prever que Villaronga tampoco sería capaz de atrapar la vibración de Sales. Aunque tiene sus momentos, se trata de un cineasta traumatizado por el oscurantismo español, de los que disfrutan chapoteando como un marranito en las miserias de la vida. Como Franco se le murió en la cama, tiene que decir que todos los hombres son igual de miserables, que ninguna guerra sirve para nada y que la religión es por definición oscura y absurda. El problema es que el único objeto del arte -con todo el rollo estético que le quieras poner- es la esperanza: la esperanza que te pone en relación con la trascendencia y, por lo tanto, con las fuentes del poder personal y colectivo.

Una historia que no tenga luz, que no dé una salida digna a la condición humana, es una estafa y una pedantería. Por los motivos que ya he explicado, la novela de Sales da al lector una salida aparentemente pequeña, si bien muy grande, que es el amor. ¿Cuál es la salida que da la película de Villaronga? Es la misma salida que Rajoy da a los catalanes, y la misma que dan algunos políticos del país con su hipocresía: una salvación personal de lombriz que se arrastra por el fango. La película conecta tan bien con el victimismo de los últimos 40 años que dirías que Passola y Villaronga son furiosos pujolistas.

Con respecto a los aspectos técnicos, la película es un corta y pega de diálogos vibrantes sacados del libro. Las frases están puestas con calzador, algunos actores se creen que, si exageran el gesto, darán tensión dramática a la escena. Los personajes son simplones o están directamente mal explicados. La diferencia entre el Lluís del libro y el Lluís de la película es la que hay entre una cena en Isidre y una Hamburguesa en el Mac Donald's. Juli Soleràs casi parece un payaso y no, como en el libro, la encarnación de la Catalunya traumatizada y llena vida, tan empachada de genialidad como huérfana de una tradición cultural propia capaz de vertebrarla en tiempos de guerra.

Sorprende que una película que adapta de forma tan libre una novela pida al espectador haberla leído antes, para poder entender qué pasa en la pantalla. Los personajes están aislados los unos de los otros, no se respira la comunión celestial del libro. El guion de Babia aprovechaba la coralidad de la obra para viajar en el tiempo y para explicar la transformación de Barcelona bajo la dictadura. Igual que la novela, exploraba la naturaleza inefable de la guerra y el impacto que la derrota tuvo en la visión del mundo de las generaciones que la vivieron. También trataba de aprovechar la multitud de personajes para tejer una zaga al estilo de algunas superproducciones de Hollywood.

Quizás por motivos biográficos, Villaronga casi se conforma con explicarnos que, en los pueblos de mala muerte de Aragón, la vida es triste y sucia, sobre todo si hay una guerra. Tiene gracia que el autor catalán que más esfuerzos hizo para describir con matices el cataclismo de la Guerra Civil y de la dictadura haya sido folkloritzado de esta manera, en plena euforia procesista. Passola, que nunca ha dudado en envolverse con la estelada para ganar protagonismo, ha producido una película que de aquí unas décadas será ideal para que algunos digan que Sales era otro escritor piojoso y atormentado, más español que la morcilla.

La bandera naturalmente no es el problema. Lo que sabe mal es que, 70 años después, la pedantería y el resentimiento sigan envenenando los pozos de alegría y esperanza del país, en nombre de la sensibilidad y la cultura. Si alguna cosa aprendes en el libro de Sales es porque le han acabado haciendo una película como esta. Al lado de eso, la ascención social de la Carlana, protagonista de esta versión rural y feminista de El Vaquilla, queda muy pequeña. La tremenda y bella canción final, interpretada en aragonés, es una guinda ideal para rematar el terrible absurdo, disfrazado de drama humano, que es toda la película.