La enfermedad viene de lejos, pero el primer shock se produjo en Grecia. Allí asistimos al asombroso espectáculo de un partido histórico, el PASOK, que en seis años (los que van de las elecciones de 2009 a las de enero de 2015) pasó del 44% de los votos y 107 escaños en el parlamento al 6% y 13 escaños. De gobernar con mayoría absoluta a tener seis partidos por delante.

Desde entonces, el término pasokización se ha convertido en una categoría política, un fantasma que estremece a todo el socialismo europeo. Al principio se conjuró el maleficio considerando lo de Grecia como un fenómeno patológico puramente local, debido a las circunstancias extremas por las que ha atravesado aquel país durante la crisis. Grave, se decía, pero no contagioso.

Pero hace una semana asistimos a otro brote no menos agudo de pasokización en la otra punta de Europa. Los laboristas holandeses, que en las elecciones anteriores habían quedado en segunda posición con el 25% de los votos y 38 escaños, se han despeñado hasta el 6%, 9 escaños y el séptimo lugar. Es como si el Barça o el Real Madrid pasaran, de una temporada a la siguiente, de disputarse la Liga y la Champions a defender desesperadamente la permanencia desde el fondo de la clasificación.

En Holanda, además, las circunstancias son opuestas a las de Grecia: es un país del norte, su economía crece, disfruta de pleno empleo y no es de los que sufren rescates, sino de los que los imponen.

El caso es que desde que se inició esta década, la aspiración de los partidos socialistas europeos ya no es ganar las elecciones, sino salvarse de la pasokización. Aún está fresco el patético recuerdo de Pedro Sánchez, en la noche del 20 de diciembre de 2015, proclamando eufórico que “hemos hecho historia” tras conducir a su partido a la peor derrota electoral desde que hay democracia en España. Todo porque había mantenido por los pelos la segunda posición y no había perforado la barrera del 20%.

Todo el socialismo europeo ha iniciado una senda hacia la decadencia aparentemente incontenible. Quizá haya en ello algo de designio histórico. Siempre ha habido y habrá fuerzas conservadoras y fuerzas progresistas; pero no está escrito sobre la piedra que la expresión política del progresismo tenga que ser la socialdemocracia que conoció su esplendor en la segunda mitad del siglo XX.

Algunos vinculan aquel esplendor socialdemócrata a la Guerra Fría y al pacto social que durante varias décadas permitió un turno pacífico en el poder entre una derecha que entonces era principalmente democratacristiana y una izquierda reformista que supo introducir la justicia social en el marco de la economía de mercado. Superado aquel contexto histórico, sus productos políticos habrían quedado amortizados. 

Quizá sea prematuro suscribir ese análisis y extender el certificado de defunción de la socialdemocracia en Europa. Sea como sea, lo que más llama la atención es la pulsión suicida que parece haberse apoderado de los principales partidos socialistas. Muchas de sus desgracias no se deben tanto a las circunstancias del contexto como a comportamientos claramente autolesivos.

Nada ni nadie hace tanto daño a los socialistas como el que ellos se están haciendo a sí mismos. Veamos qué ocurre hoy en los países más importantes de Europa:

Los laboristas británicos se han metido en las catacumbas de la historia y se han autocondenado a la oposición para un par de lustros con su apuesta retrógrada por Corbyn y su vergonzante comportamiento ante el brexit. Cualquiera que sea el desenlace del divorcio con la Unión Europea, no hay la menor probabilidad de volver a ver un gobierno laborista en Gran Bretaña durante una larga temporada. Entre otras cosas, porque se han dejado barrer de Escocia por los nacionalistas (algo no tan lejano a lo que le ha sucedido al PSC en Catalunya).

El Partido Socialista francés, que hace sólo cuatro años llenó de esperanza a la izquierda europea, es hoy un edificio en ruinas del que cada vez más dirigentes huyen antes del derrumbe final. Un presidente de la República que renuncia a la reelección para evitar ser destrozado en las urnas; un primer ministro que pierde de forma humillante las primarias de su propio partido; un candidato corbyniano, Benoît Hamon, del que lo único que se discute es si en la primera vuelta quedará cuarto o quinto.

Cada semana crece la riada de dirigentes del PS que se pasan a las filas de Emmanuel Macron. El golpe de gracia, que se espera para pronto, será la presentida deserción de la mismísima Segolène Royal. 

Matteo Renzi, la gran esperanza blanca de la izquierda europea, el que logró derribar al capo Berlusconi y frenar al payaso Beppe Grillo, el deslumbrante modernizador, se pegó un tiro en la barriga con aquel referéndum disparatado que sólo pretendía fortalecer su ya hipertrofiado ego político. Hoy el Partido Democrático está al borde de la escisión y es muy probable que Italia se vea abocada antes de fin de año a unas elecciones de azaroso resultado.

En España, el PSOE primero se sometió a sí mismo a un proceso contumaz de destrucción de su capital humano. Después se puso en manos de un desconocido aventurero de la política dispuesto a todo. A continuación, sometió el país a un año de bloqueo político con el famoso “no es no”, coqueteando además con un gobierno Frankenstein junto con Podemos y los independentistas. Para resolver el estrago, se tuvo que provocar ante todo el país una fractura salvaje. Y ahora se ha metido en una cruenta campaña electoral interna de cuatro meses entre tres candidatos que suscitan cualquier cosa menos entusiasmo.

En realidad, el PSOE tiene abierta su crisis de liderazgo desde el día en que Zapatero anunció su retirada, y es altamente dudoso que la votación de mayo la resuelva. Por el camino, se ha dejado más de la mitad de los votos que llegó a tener a tener hace sólo seis años y se ha enajenado a sectores enteros de la sociedad que durante décadas confiaron en él.

El caso del SPD alemán es singular. Es cierto que la candidatura de Schulz parece haberlo revitalizado, pero no olvidemos que hace sólo dos meses los sondeos le auguraban su peor resultado desde el final de la II Guerra Mundial. Veremos si esta resurrección se consolida o es tan sólo un espejismo.

¿Es la incapacidad para hacer frente a la crisis económica el elemento común que explica este declive del socialismo en Europa? ¿Son los pactos de gobierno con la derecha? Puede que haya algo de todo eso, pero a mí me parece que el factor más poderoso y más explicativo es el estupor ante la marea de los populismos y de los nacionalismos.

Grecia, Holanda, Gran Bretaña, Francia, Italia, Alemania, España: en todos esos países han emergido fuerzas populistas de distinto signo, acompañadas de un resurgir de los nacionalismos y de la eurofobia. Y en todos ellos, los socialistas se han quedado literalmente pasmados ante un fenómeno que ni vieron venir, ni aún han comprendido, ni saben cómo diantres afrontar.

Mientras se les pasa el pasmo, se los están comiendo por los pies.