Desde 2012, todas las votaciones que se han celebrado en Catalunya —excluyo municipales  y generales— han estado teñidas de excepcionalidad y envueltas en una atmósfera irreal, ya fuera constituyente o destituyente —o ambas cosas a la vez—.

Lo que ha sucedido en estos años, pero sobre todo lo ocurrido desde los atentados de agosto hasta el 21-D, daría material de sobra para un thriller político que dejaría a House of Cards o Scandal reducidos a historias anodinas; o bien, si los geniales Azcona y Berlanga siguieran entre nosotros, podrían habernos deleitado con una mezcla de La Escopeta Nacional y Todos a la cárcel (Pepe Sazatornil habría hecho un Puigdemont inolvidable). En todo caso, poco que ver con la historia de una democracia parlamentaria funcionando con esa tediosa normalidad que es el fundamento mismo de la política civilizada.

Esta votación del 21 de diciembre también tiene algunas cosas excepcionales. Por una parte, su propia convocatoria, hecha por el gobierno español después de que quien pudo y debió hacerlo sufriera un ataque de pánico y saltara por la ventana, no sin antes prender fuego al piso. Por otra, la circunstancia anómala de que varios de los principales candidatos estén en prisión, fugados o empitonados por la justicia. Y por último, el hecho insólito de que son unas elecciones sin programas electorales: faltan apenas tres semanas para votar y nadie se ha tomado la molestia de poner en un papel lo que pretende hacer con los problemas de Catalunya si le toca gobernar. Y lo que es peor, nadie parece echarlo de menos.

Pero hay cosas que estas elecciones ya no pueden ser, por mucho que se empeñen algunos en prolongar la atmósfera onírica de cada votación como el día del juicio final:

Renunciar a la unilateralidad equivale a renunciar a la independencia como objetivo visible en el horizonte, porque no existe en la realidad política una ruta bilateral hacia la secesión

No son unas elecciones sobre la independencia. No sólo porque tras la DUI pirotécnica del 27 de octubre ese decorado de cartón piedra se vino abajo con más pena que gloria, sino porque hasta los más irreductibles independentistas han admitido que la unilateralidad no es un camino, sino un callejón sin salida. Y renunciar a la unilateralidad equivale a renunciar a la independencia como objetivo visible en el horizonte, porque no existe en la realidad política una ruta bilateral hacia la secesión. En la práctica, se ha aceptado que el futuro de Catalunya será dentro de España, con todas las singularidades que se quiera. Y el hecho de participar en estas elecciones convocadas por la “potencia invasora” es la mejor prueba de ello.

No son unas elecciones plebiscitarias. No sólo porque la ciencia política desconoce ese concepto, sino porque no hay dos términos antitéticos sobre los que pronunciarse. No se vota un sí o un no a nada trascendental e irreversible, simplemente se elige a un Parlamento y a un Gobierno en el marco legal —rechazado en la retórica, pero aceptado en la práctica— de la Constitución, el Estatuto y la Ley Electoral de toda la vida.

Por el mismo motivo, no son elecciones duales. Por mucho que se quieran presentar como una confrontación bipolar entre dos bloques, la realidad es que aquí se presentan siete candidaturas, cada una de ellas diferente de las otras. De hecho, la competencia más real y aguda es la que se está librando dentro de cada bloque: los de ERC se pelean por los votos con los de Puigdemont y los de la CUP, y los de Ciudadanos hacen lo propio con el PP y el PSC (los comunes bastante tienen con ponerse de acuerdo entre sí y con sus mareadas bases electorales, que siguen sin saber si les toca buscar criada o ponerse a servir).

Tampoco son unas elecciones sobre el 155, porque ese artículo tiene los días contados desde que se vinculó a la convocatoria electoral. No depende de quién gane o pierda: en cuanto haya un Govern elegido conforme al Estatut, el 155 se acaba y no reaparece salvo que alguien quiera repetir la locura del 6 de septiembre y todo lo demás.

Y por supuesto, no son elecciones sobre los presos políticos (o los políticos presos, que en este caso el orden de los factores sí altera el producto) por la sencilla razón de que lo que suceda con ellos no depende en absoluto de la voluntad de las urnas, sino de la de los jueces. Tan cierto es que los problemas políticos debe resolverlos la política como que de los delitos deben ocuparse los tribunales.

Son unas elecciones constitucionales, autonómicas y estatutarias, destinadas dar a Catalunya lo que no ha tenido desde hace al menos dos años

¿Qué son y para qué sirven, pues, estas elecciones en la víspera de la lotería?

Para empezar, sirven para certificar el fin de la aventura del 6 y 7 de septiembre. Quien gobierne no podrá —ni creo que nadie lo pretenda realmente— resucitar la vigencia de las leyes de desconexión que marcaron la ruptura con el ordenamiento jurídico de la democracia.

Sirven para abrir múltiples combinaciones de gobierno y no sólo dos, como corresponde a un parlamento multipartidario en el que no existen mayorías claras.

Son unas elecciones constitucionales, autonómicas y estatutarias, destinadas dar a Catalunya lo que no ha tenido desde hace al menos dos años: un Parlamento que legisle dentro de la ley y un gobierno que se dedique a gobernar y no a agitar, y que no pretenda ser a la vez poder y antipoder, sistema y antisistema.

Son elecciones legales y fiables. Da risa que quienes el 1 de octubre organizaron el único pucherazo que se ha vivido en un país de la Unión Europea se pongan ahora estupendos reclamando no sé qué clase de supervisiones. Cualquiera que conozca una palabra de esto sabe que, con la legislación vigente, amañar unas elecciones en España es materialmente imposible, aunque se quisiera. 

Por ser legales y fiables, quizá sirvan para iniciar un nuevo procés. Uno que devuelva la serenidad y la confianza dentro de  Catalunya y hacia Catalunya, que permita que poco a poco vayan regresando las empresas que se fueron, que palabras como fascista y golpista desaparezcan para siempre del vocabulario político y que el mundo vuelva a ver a Catalunya como modelo de convivencia civilizada y no de discordia y de fractura social.

Eso es posible, gane quien gane el día 21. Sólo hace falta que regrese la cordura y que estas elecciones sirvan para lo que sirven las elecciones en las democracias avanzadas. Nada más, pero nada menos.