La pelea en curso dentro de Podemos, que enfrenta a su dirección ejecutiva con sus órganos jurisdiccionales internos, indica de modo inconfundible lo poco que ha tardado el partido de la nueva política en envejecer y reproducir todos los vicios de las organizaciones tradicionales, a las que anatemizó y pretendió sustituir. Es sabido que cuando en un partido el debate político es suplantado por querellas reglamentarias y unos y otros se golpean entre sí con los estatutos en la mano, estamos ante un síntoma fatal de degeneración burocrática.

En esta ocasión el pretexto de la bronca es la cuestionada validez de los Estatutos que ha redactado la dirección, supuestamente desarrollando lo aprobado en Vistalegre pero realmente blindando su propia autoridad hasta más allá del autoritarismo. El factor desencadenante ha sido el intento de eliminar a la presidenta de la comisión de garantías, que, al parecer, no es todo lo sumisa que requiere el paladar del secretario general. Y la cuestión de fondo es la de siempre: el ejercicio de un poder ilimitado e irrestricto por parte de los líderes partidarios, amparándose en su legitimidad de origen y en su relación privilegiada con el electorado.

Un equipo de expertos dirigido por José Antonio Gómez-Yáñez estudió recientemente el funcionamiento de los partidos políticos españoles a la luz de las normas que rigen en países como Alemania o Gran Bretaña. La conclusión más impactante es que ninguno de nuestros partidos podría ser legal en esos países, porque no cumplen los estándares mínimos que allí se exigen para reconocerlos como organizaciones democráticas.

Quienes se incorporan a una organización política como militantes se les exige una renuncia a derechos fundamentales que jamás aceptarían como ciudadanos

Como aquí somos muy dados a mezclarlo todo, se tiende a confundir la democracia interna de un partido con el asambleísmo o con las formas plebiscitarias de elección de los dirigentes. Ya es bastante discutible que el plebiscito sea la expresión más depurada de la democracia: para mí y para muchos más, es exactamente lo contrario. La práctica demuestra que las organizaciones que se hacen plebiscitarias evolucionan indefectiblemente hacia fórmulas cesaristas y caudillistas, en las que todo el poder se concentra en una sola persona y, al liquidarse la organicidad, con ella desaparecen los mecanismos de control y de toma colectiva de las decisiones.

Pero la democracia es mucho más que una forma de votación. Tiene que ver sobre todo con los derechos y las libertades; en este caso, los de las personas que forman parte de la organización. Y desde ese punto de vista, la realidad que se vive dentro de los partidos es lamentable. Se diría que a quienes se incorporan a una organización política como militantes se les exige una renuncia a derechos fundamentales que jamás aceptarían como ciudadanos. Incluso a derechos que no son renunciables en un régimen de libertades civiles.

Los artículos de los estatutos de Podemos que permiten sancionar a sus militantes están en gran medida copiados literalmente de los estatutos del Partido Popular

La simple lectura de los textos que definen el régimen disciplinario de los partidos es un viaje a los infiernos desde el punto de vista jurídico. Ninguno de ellos pasaría un examen somero en el Tribunal Constitucional. Abundan entre los comportamientos punibles cosas que cualquier estudiante de primero de Derecho reconocería como delitos de opinión, propios de las dictaduras e incompatibles con la libertad de expresión. Los tipos sancionables se describen con un grado de vaporosa generalidad que en la práctica permite meter en ellos cualquier conducta que desagrade a quien los interpreta. Los márgenes de discrecionalidad para poner y quitar castigos son oceánicos. Y cualquier tribu selvática es más rigurosa en los procedimientos.

Además, en ellos no existe nada parecido a la separación de poderes o a la independencia de quienes juzgan. De las llamadas “comisiones de garantías” sólo se espera que den garantías al líder de que a su voz de mando sus enemigos internos serán pasados por las armas. En la mayoría de los casos, primero se decide la represalia y después se construye el argumento. 

Quizá les sorprenda –o quizá no- saber que los artículos de los estatutos de Podemos que describen las “faltas muy graves, graves o leves” que permiten sancionar a sus militantes están en gran medida copiados literalmente de los estatutos del Partido Popular. Se ve que a alguien le pareció un buen modelo a imitar, lo tomaron como plantilla y, en muchos casos, se limitaron a un perezoso corta-pega.

En ellos se castigan cosas como manipular o atentar contra la libre decisión de los afiliados, Desoír los acuerdos y directrices de los dirigentes, o propagar noticias falsas, que es su forma de referirse a las filtraciones a la prensa.  Semejantes definiciones en manos de un leninista de cuna como Iglesias dan para cualquier purga. No me extraña que Errejón esté callado como un muerto, se ve que ha entendido el mensaje y valora su pellejo.

Tanto dislate trae causa de esa vieja concepción de los partidos políticos como corporaciones eclesiásticas, dotadas de una fe que es la verdadera, un dogma y unos administradores del dogma

Peor aún es lo del PSOE. Su reglamento disciplinario enumera una lista interminable de comportamientos que dan lugar a distintas sanciones. Pero por si se le hubiera escapado algo, el redactor se ocupó de añadir esta coletilla: “Cualquier actuación que, contradiciendo los principios del Partido o suponiendo una mala conducta cívica o ética, sea considerada muy grave (o grave) por la Comisión Ejecutiva Federal” (es decir, por el secretario general).

La cosa es tan grosera como si en el Código Penal, tras establecerse todo lo que es delito, se añadiera un artículo final que dijera: “Y todo aquello que al Gobierno le parezca delictivo”. Así no se te escapa ni uno, se van a enterar estos cabrones de la disidencia.

Tanto dislate trae causa de esa vieja concepción de los partidos políticos como corporaciones eclesiásticas, dotadas de una fe que es la verdadera, un dogma y unos administradores del dogma, que son su curia vaticana de dirigentes orgánicos y su sumo pontífice, el líder de turno. En ellos rige desde tiempo inmemorial una regla indiscutida: se discute hasta que se marca una línea; y a partir de ahí ya no se discute, todos a obedecer y a seguir la línea. El que dé un paso fuera de la línea, es hereje y merece ser excomulgado.

Aunque en el PSOE de Pedro Sánchez, como se ha visto con lo de la plurinacionalidad, el proceso se ha invertido. Primero, eligen al líder. Después, este marca la línea. Y cuando ya está elegido el líder y decidido el rumbo, empieza la discusión. Quién sabe, puede que les vaya bien.