El siglo XX fue pródigo en grupos terroristas. En la primera mitad del siglo, sólo en España los anarquistas asesinaron a tres presidentes del Gobierno (Cánovas, Canalejas y Dato). En Europa, el acto terrorista más trascendente fue el atentado de Sarajevo, en 1914. Su autor fue un nacionalista bosnio que decía luchar por la independencia de su tierra. Aquel crimen fue el detonante de la Primera Guerra Mundial, pero Bosnia no fue independiente hasta 80 años más tarde, pasando antes por una larga dictadura comunista y una guerra brutal.

Casi todos los terrorismos en Europa se han ligado a objetivos nacionalistas (la emancipación de un territorio, la construcción de un Estado independiente) o a objetivos revolucionarios: la subversión violenta del sistema político, el derrocamiento de algún régimen. Frecuentemente, como en el caso de ETA, su retórica combina ambas dimensiones.

El caso es que no existe memoria histórica de un grupo terrorista que haya alcanzado sus objetivos políticos. No se conoce que el terrorismo haya derrotado a un Estado democrático, ni que haya hecho triunfar una revolución, ni que un país haya alcanzado su independencia gracias a la acción de los terroristas. El terrorismo como instrumento político es la comadrona de la muerte, pero de nada más.

Recordemos el IRA en el Ulster, las Brigadas Rojas en Italia, la banda Baader-Meinhoff en Alemania, la propia ETA en España. Salvando las diferencias, todos han seguido el mismo recorrido: surgen, matan y finalmente desaparecen por el sumidero de la historia con las manos vacías y un montón de cadáveres sobre sus conciencias.

Salvo por el hecho de matar, la historia de ETA es la de un fracaso sin paliativos.

ETA tenía dos fines fundacionales: la independencia de Euskal Herria (término que para ellos engloba al País Vasco, Navarra e Iparralde o País Vasco francés) y la revolución que traería un régimen comunista. En su último comunicado de desarme, aún se denominan pomposamente “organización socialista revolucionaria vasca de liberación nacional”. 

Pues bien, tras 60 años y más de 800 asesinatos, no han avanzado un milímetro en ninguna de las seis palabras de esa delirante denominación.

De organización ya no le queda casi nada. Apenas algunos fugitivos vagando por Francia y unos cuantos centenares de presos que ya sólo desean que se les ofrezca una coartada para negociar las condiciones de su encarcelamiento. Hoy hay más etarras dentro de las prisiones que en la calle.

No parece que Euskadi esté hoy más cerca de un proceso revolucionario. Y en cuanto a su idea de la “liberación nacional”, ni el País Vasco se ha separado de España, ni Euskadi y Navarra se han fusionado –ni tienen la menor intención de hacerlo–, ni Iparralde amenaza con poner en peligro la unidad del Estado francés. Salvo por el hecho de matar –que llegó a ser un fin en sí mismo y, para muchos de sus miembros, un medio de vida–, la historia de ETA es la de un fracaso sin paliativos.

Afirman en ese comunicado que tomaron las armas por el pueblo vasco. Mentira. Las tomaron y emplearon sádicamente contra el pueblo vasco. Cometieron el 80% de sus atentados en territorio vasco; la gran mayoría de sus víctimas fueron ciudadanos vascos. Lo más antivasco que ha existido en la historia moderna, lo que más daño ha hecho a Euskadi y al pueblo vasco, ha sido esa banda criminal llamada ETA. Como en la famosa escena de La vida de Brian, hoy podríamos preguntarnos “¿Qué hizo ETA por Euskadi?", y la respuesta sería desoladora.

Sí, ETA marcó la vida en el País Vasco y la política española durante varias décadas. Pero el producto de su “lucha armada” ha sido un desastre, incluso contemplándolo desde la óptica de sus objetivos. Mejor dicho: ha sido un desastre, especialmente desde la óptica de sus objetivos.

Sí, en Euskadi se ha producido una “liberación nacional”: cuando los vascos se han librado de ETA

¿Alguien duda de que Euskadi está mejor sin ETA que con ella? Hoy el País Vasco tiene un sistema democrático estabilizado; goza de un altísimo nivel de autogobierno, probablemente el más amplio de todas las regiones de Europa; sufrió la crisis económica menos que el resto de España y actualmente está entre las comunidades autónomas con menos desempleo y más crecimiento económico; la calidad de sus servicios públicos es envidiable, y la corrupción no se ha apoderado de sus administraciones públicas –que, por otra parte, funcionan con más eficiencia que en cualquier otro lugar de España, incluido el gobierno central–.

Y sobre todo, la convivencia ha regresado a una sociedad que para muchos llegó a estar irremisiblemente enferma de odio. Como decía un habitante de un pequeño municipio vasco en un reciente reportaje televisivo, “hemos vuelto a saludarnos”.

Nada de todo eso sería posible si ETA siguiera asesinando y sus sicarios políticos continuaran ocupando las calles, intimidando a la población y envenenando las conciencias. Sí, en Euskadi se ha producido una “liberación nacional”: cuando los vascos se han librado de ETA.

Arnaldo Otegi dice hoy en El País que “el desarme de ETA debería haberse producido antes”. Vamos, que eso de asesinar estuvo muy bien pero que midieron mal los tiempos, una simple discrepancia táctica. A este pájaro hay quien lo llama “un hombre de paz”.

No se trata de exigirles que pidan perdón; sería suponer un arrepentimiento que no sienten. Pero sí que admitan de una vez por todas un error dramático.

De ETA ya no nos interesa nada, están disueltos en la práctica. De sus herederos políticos, sí. La asignatura pendiente de la izquierda abertzale es declarar que la lucha armada fue una equivocación desde el principio, que dañó gravemente al pueblo vasco y que nunca debió suceder. Mientras no den ese paso, su participación en la democracia será legal, pero seguirá existiendo entre ellos y los demócratas una barrera insuperable. Seguirán siendo unos apestados con los que ningún partido democrático podrá asociarse sin quedar contaminado. Les falta pasar por la ducha para quitarse de una vez la sangre y la mierda de su propia historia.