Uno de los aspectos interesantes de esta guerra fría entre el procés y el contraprocés que se recalienta por horas es la pugna por la administración del calendario, un aspecto esencial de cualquier planificación estratégica.

Al principio era muy sencillo: los independentistas monopolizaban la iniciativa y marcaban la agenda a su conveniencia, ya que Rajoy eligió la estrategia de la pasividad reactiva, consistente en permanecer inmóvil y actuar únicamente como reacción a los movimientos del adversario.

Pero tras la sacudida del 1 de octubre que mostró al mundo la indigencia operativa del Gobierno y estuvo a punto de hacer colapsar al Estado en pocas horas, se movieron los hilos para forzar una corrección, silenciosa pero enérgica, de la estrategia de Rajoy. El discurso del Rey fue el detonante del nuevo plan, y operó sobre el escenario como un game changer, un punto de inflexión. Tras él vinieron la recomposición política del frente constitucional, la movilización del 8 de octubre y la fuga masiva de empresas.

Desde entonces, la batalla por la iniciativa se equilibró y cobró interés. Por primera vez se vio al independentismo a la defensiva, un tanto sorprendido por la nueva disposición combativa en el campo rival. Pero ello no le hizo parar: una pauta de comportamiento ya establecida en el comando secesionista es que siempre ha respondido embistiendo hacia delante, como corresponde a un colectivo en el que la lógica institucional ha desaparecido por completo para ser suplantada por la lógica de la insurrección.

Parece claro que Puigdemont no va a renunciar a la gloria de ser el president que proclamó la independencia, perdió el poder y se cargó el autogobierno de Catalunya y la convivencia entre los catalanes

Así pues, la ofensiva constitucional desatada tras el discurso del Rey provocó una aceleración de la marcha hacia la DUI, con amagos sucesivos cada vez más provocadores, lo que a su vez agudizó la presión sobre el Gobierno para consumar la aplicación del artículo 155. Así llegamos a esta semana en la que la batalla estratégica de largo recorrido se ha transformado en una carrera contra el reloj y cada movimiento de un bando trata de anticiparse y cortocircuitar el movimiento siguiente del bando contrario.

El Govern ya sabe que el viernes el Senado aprobará el 155 y desde ese momento dejará de ser Govern —al menos, legalmente—. Con ese reducido horizonte temporal han programado la semana: el miércoles, Puigdemont acude al Senado para dirigirse al mundo y despedirse de España. El jueves, declaración de independencia en el Parlament. El viernes, manifestación masiva. A partir de ahí, gloriosa entrada en la resistencia con las banderas al viento, el autogobierno de Catalunya arruinado y la satisfacción del deber cumplido.

Pero el imperio contraataca, y ladinamente responde: señor Puigdemont, gustosamente lo recibiremos en el Senado el jueves por la tarde o el viernes por la mañana. Lo que obligaría al todavía president a cancelar la sesión de la DUI (y ya no habría tiempo para hacerla antes de quedarse sin poderes) o a adelantarla y presentarse en el Senado tras haber declarado la independencia; lo cual, además de resultar inaceptable para el anfitrión, sería ya como ir de visita a un Estado extranjero, y eso tiene otro trámite.

Veremos cómo se resuelve este juego de pillos. Parece claro, en todo caso, que Puigdemont, que en su calentura ya sólo piensa en los libros de historia, no va a renunciar a la gloria de ser el president que en un mismo acto proclamó la independencia, perdió el poder y se cargó el autogobierno de Catalunya y la convivencia entre los catalanes.

Si se proclama la independencia con el Govern y el Parlament aún en activo, hay que apechugar con lo que se ha hecho y comenzar inmediatamente a producir actos de soberanía

Lo intrigante de la cuestión es: ¿Por qué ha tenido que esperar hasta el último segundo para consumar la DUI? Desde el 1 de octubre, ha tenido múltiples oportunidades de hacerlo y lo ha retrasado de forma contumaz, provocando incluso dolorosos coitus interruptus en sus huestes, previamente sobreexcitadas.

Pudo hacerlo inmediatamente después del 1 de octubre, cuando la infinita torpeza del Gobierno predispuso, por fin, a favor de su causa a una parte de la opinión pública internacional. O tras el discurso del Rey. O en la sesión del 10 de octubre en el Parlament, donde se quedó a medio camino. O cuando el Gobierno puso en marcha el mecanismo del 155. O pudo haber reaccionado de forma fulminante al acuerdo el Consejo de Ministros del sábado, reuniendo al Parlament este mismo lunes. Era lo que muchos le pedían que hiciera.

¿Es prudencia? Sí, pero no en el sentido que se imagina. Es la prudencia de eludir las consecuencias de tus propios actos cuando sabes que no estás en condiciones de afrontarlas. 

Si se proclama la independencia con el Govern y el Parlament aún en activo, hay que apechugar con lo que se ha hecho y comenzar inmediatamente a producir actos de soberanía. Hay que tomar posesión del territorio, tomar el control de las infraestructuras básicas (aeropuertos, estaciones de ferrocarril, centros de comunicaciones), desalojar a los representantes del Estado español, obtener el reconocimiento internacional y poner visiblemente en marcha todas esas “estructuras de Estado” que supuestamente se han ido construyendo durante dos años. Hay que poner fronteras y aduanas. Y por supuesto, los diputados y senadores del PDeCAT y ERC deberían abandonar el Parlamento español para no volver. En definitiva, hay que demostrar que la DUI es efectiva, y no meramente retórica.

¿Se quiere hacer eso? Lo dudo. ¿Se puede? Definitivamente, no. Pero proclamar el nacimiento de un nuevo Estado para que al día siguiente no pase nada distinto se parece mucho a hacer el ridículo. Y después de gastar esa última bala, ya no quedan más en el cargador.

Ya tenemos la coartada perfecta: no hemos podido aplicar la independencia porque nos lo ha impedido la represión

¿Cuál es la solución? Muy sencillo. Sabiendo de antemano que el 155 nos despojará del poder, esperamos a la víspera para lanzar la DUI. Como al día siguiente nos echarán, ya tenemos la coartada perfecta: no hemos podido aplicar la independencia porque nos lo ha impedido la represión, pero ahí queda el gesto para la historia o para retomarlo cuando llueva menos.

Muy astuto. Cumplimos el compromiso de declarar la independencia en el último segundo antes de perder el poder.  Así nos ahorramos el papelón de que se vea que es imposible llevarla a la práctica y podemos culpar de ello al invasor para seguir alimentando eternamente la caldera del victimismo.

La maniobra es ingeniosa, propia de un procés que tiene de todo menos grandeza. Es regatearse a sí mismo, tirar a gol cuando el árbitro ya ha anulado la jugada y lleva la tarjeta roja en la mano, lanzar el desafío un segundo antes de que te desarmen.

Sólo tiene un problema: es un timo. Sobre todo, para los que siguen creyendo de buena fe en esta aventura. El timo de la DUI en el último segundo.